A mediados de los años treinta, cuando España se precipitaba hacia una guerra civil que tendría el peor de los desenlaces, una dictadura católica y nacionalista, un catalán de 17 años partió hacia Cali huyéndole a una muerte más que probable.
Llegó como ayudante a la panadería La Paloma, sin más expectativas que seguir vivo en ese mundo extraño que se abría ante sus ojos. Pero la suerte le sonrió. En esos años Colombia era apacible, y después de mucho esfuerzo logró abrir en Bogotá una panadería que se ganaría un lugar en la historia de la ciudad, la Pastelería Florida.
La historia de este joven catalán no fue única. Por toda América Latina, y en especial en México, se instalaron catalanes que forjaron negocios semejantes o que revitalizaron la vida intelectual de sus países de acogida. El contacto entre Cataluña y Latinoamérica fue fértil y la beneficiaria no sólo fue la segunda. La majestuosa Barcelona atrajo a los escritores del boom latinoamericano y aquel legado convirtió a la ciudad en un epicentro cultural. América Latina amaba a Cataluña y Cataluña tenía lazos vitales con los países del otro lado del Atlántico. Ahora, lamentablemente, ese vínculo corre el riesgo de romperse.
Es una gran paradoja que el nacionalismo, esa atrocidad política que sembró la historia de cadáveres y que huele tanto a Franco, sea ahora defendida con visceralidad por la Cataluña que se dice progresista y de izquierda. A esa Cataluña le sobra España y le sobra el español. Esgrime el derecho a decidir si sigue formando parte del país, y lo hace con tal vehemencia que cada vez suena más democrático y lógico congeniar con la consulta. Aquella demanda, sin embargo, resulta sospechosa. Si se pudiera decidir sobre cualquier cosa con independencia de constituciones y leyes, este mundo no sería mejor ni más democrático, sino un infierno. Los ricos se podrían poner de acuerdo para decidir si pagan impuestos o no y los pederastas para ver si respetan la edad de consentimiento sexual. Se pueden tomar infinidad de elecciones libres dentro del marco de la ley. Romper ese pacto puede dar más libertad, sin duda, pero a costa de la de los demás. Es lo que está ocurriendo en Cataluña. Los nacionalistas quieren otorgarse el derecho a decidir, negándoselo a todos los demás españoles. ¿Podría el nieto de ese catalán que fundó la Florida, y que desde niño tiene pasaporte español (¿o catalán?), decidir sobre el futuro de Cataluña? Seguramente no.
La independencia supondría para Cataluña salir del euro, de la Unión Europea y de la liga de fútbol española. Todo esto sería traumático, aunque quizás reversible. Lo que creo que sería definitivo es la pérdida de América Latina. ¿Qué escritor colombiano o peruano soñaría con escribir sus novelas en una Barcelona refractaria al español? ¿Qué estudiante argentino o mexicano querría estudiar en una universidad en donde sólo le hablarán en catalán? Lejos de España, ¿seguirán los catalanes unidos afectiva y culturalmente a Latinoamérica? Lo dudo. La Florida quedará como una reliquia de una época en que Cataluña necesitó del mundo exterior. Ahora, según sus políticos, les basta con su propio ombligo.
*Carlos Granés