Una vez más, y ya van siendo muchas, el Perú ha estado a punto de caer en el más penoso desgobierno o, lo que hubiera sido aún peor, en una suerte de apaño autoritario fraguado por los sectores más retrógrados y ciertos avivatos que han entrado en política para defender sus intereses privados. Esta vez no fue una elección presidencial disputada entre parientes de golpistas o entre déspotas y corruptos; esta vez fue otra cosa, el botón rojo, esa herramienta constitucional que debería usarse sólo en casos excepcionales, pero que en estos tiempo populistas, de partidos vaciados de ideas y bloques enemistados sin el más mínimo sentido de Estado, se ha convertido en la fantasía húmeda de todo político turbio que se toma un tercer gin tonic: la vacancia, la moción de censura, el impeachment.
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Una vez más, y ya van siendo muchas, el Perú ha estado a punto de caer en el más penoso desgobierno o, lo que hubiera sido aún peor, en una suerte de apaño autoritario fraguado por los sectores más retrógrados y ciertos avivatos que han entrado en política para defender sus intereses privados. Esta vez no fue una elección presidencial disputada entre parientes de golpistas o entre déspotas y corruptos; esta vez fue otra cosa, el botón rojo, esa herramienta constitucional que debería usarse sólo en casos excepcionales, pero que en estos tiempo populistas, de partidos vaciados de ideas y bloques enemistados sin el más mínimo sentido de Estado, se ha convertido en la fantasía húmeda de todo político turbio que se toma un tercer gin tonic: la vacancia, la moción de censura, el impeachment.
Suelen ser personajes oscuros quienes buscan conseguir con la argucia legal lo que no consiguieron en las urnas. En Brasil, en medio de escándalos y un delirio colectivo que radicalizó a la sociedad, un Congreso plagado de corruptos le montó un juicio a Dilma Rousseff por una falta secundaria que acabó en su destitución. Y en España, el partido de la derecha populista, Vox, instrumentalizó una moción de censura contra Pedro Sánchez para obtener publicidad gratuita. Aun sabiendo que carecía de apoyos suficientes, en plena pandemia, montaron su performance populachera. “¡Mira, mamá, estoy triunfando!”, gritaba el Burro Mocho cada vez que salía por televisión, y estos hicieron prácticamente lo mismo. No triunfaron e incluso hicieron el ridículo, pero en estos tiempos en los que ya no hay buena o mala publicidad, sino visibilidad o invisibilidad política, puede que la fantochada les hubiera servido.
A quien no le salió bien, a pesar de que todo indicaba lo contrario, fue a un tal Manuel Merino, un político que en las últimas elecciones al Congreso peruano había sacado algo más de 5.000 votos. Realizando la no fácil hazaña de reunir a 68 congresistas con causas pendientes por corrupción, y afianzándose en la complicidad de otros 37 politicastros venidos de partidos descompuestos como el APRA o Fuerza Popular (los fujimoristas), logró llegar a la cifra mágica que le permitía apretar el botón y desbancar al presidente, Martín Vizcarra. Todo esto, a sólo cinco meses de las elecciones presidenciales y, desde luego, no porque sobre el hoy expresidente planee la sospecha de haber recibido sobornos cuando fue gobernador de Moquegua, sino porque era una oportunidad dorada para quitarse de encima a quien estaba a punto de dañarles más de un negociado.
Porque ese es el asunto: entre otras cosas, Vizcarra trataba de regular la absurda proliferación de universidades privadas que venden caros diplomas profesionales de ínfima calidad. Tan bien los venden, que estos educadores se convirtieron en empresarios, luego en políticos y finalmente en cómplices de la truculenta vacancia. Lo paradójico y esperanzador es que el intento de golpe lo frenó la Generación del Bicentenario, esos mismos jóvenes que pretendían convertir en clientes de sus garajes pedagógicos, y que con sus marchas y su incorrecto grito de guerra —“cállese, viejo lesbiano”— volvieron a agarrar al Perú del mechón de cordura que le queda, justo cuando se tambaleaba una vez más al borde del abismo.