La cuestión es la siguiente: puede que el populismo de izquierdas apele al amor al pueblo, a la paz y a la emancipación tercermundista, y puede que el populismo de derechas apele a la seguridad, a la modernización y a la restauración de valores tradicionales, pero ambos desembocan en el mismo lugar: la tentación autoritaria. Lo vimos con Venezuela y Nicaragua, dos países que enarbolaron hasta la náusea los tópicos izquierdistas, y ahora lo vemos en El Salvador y Brasil, sus contrapartes derechistas, cuyos presidentes Nayib Bukele y Jair Bolsonaro creen tener la misión divina de salvar a sus respectivas patrias siguiendo en el poder.
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La cuestión es la siguiente: puede que el populismo de izquierdas apele al amor al pueblo, a la paz y a la emancipación tercermundista, y puede que el populismo de derechas apele a la seguridad, a la modernización y a la restauración de valores tradicionales, pero ambos desembocan en el mismo lugar: la tentación autoritaria. Lo vimos con Venezuela y Nicaragua, dos países que enarbolaron hasta la náusea los tópicos izquierdistas, y ahora lo vemos en El Salvador y Brasil, sus contrapartes derechistas, cuyos presidentes Nayib Bukele y Jair Bolsonaro creen tener la misión divina de salvar a sus respectivas patrias siguiendo en el poder.
Aunque Bolsonaro está en horas bajas y muy seguramente pierda las elecciones de octubre, Bukele ha aprovechado su aplastante popularidad para consolidar su arremetida populista. Pasando por encima de los tres o cuatro artículos constitucionales que expresamente prohíben la reelección presidencial, acaba de anunciar que se presentará a las urnas una vez más. El argumento que da Bukele, nada original, es que la voluntad del pueblo no puede ser constreñida por leyes escritas hace 20, 30 o 40 años. Esto hay que entenderlo muy bien: todos los personajes que dicen algo así, desde el derechista catalán Carles Puigdemont hasta al izquierdista boliviano Evo Morales, lo que en realidad ocultan es un desprecio por la legalidad y una ambición personalista. Poder y más poder.
Por eso mismo, porque desde la izquierda y la derecha se llega al mismo sitio, a la deslegitimación de la democracia liberal, los caudillos de uno y otro bando acaban justificando sus actos liberticidas de la misma manera. Si Ortega despotricaba contra las “democracias burguesas impuestas por Occidente” como un legado imperialista que sólo servía para dividir al pueblo nicaragüense, Bukele justifica su maniobra anticonstitucional diciendo que El Salvador por fin está trazando un propio camino sin obedecer a “los dictados internacionales”. Estos vendedores de humo imponen la tiranía, su propia tiranía, como un acto de emancipación nacional. Todos los déspotas latinoamericanos llegan a lo mismo. Afirman haber logrado la verdadera liberación de la patria, tanto tiempo postergada por culpa de las oligarquías, de las élites o de los enemigos de la patria. En boca de estos populistas, la palabra emancipación expele un tufo carcelario.
La reelección de Bukele es el punto decisivo de una arremetida populista iniciada hace un par de años. Entonces el presidente millennial empezó amedrentando a la prensa y al parlamento con la presencia de los militares, para seguir luego con la destitución del fiscal y de cinco jueces y cuatro suplentes de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. Controlando el Ejecutivo y con una mayoría aplastante en la Asamblea Legislativa, la única instancia que podía frenar sus aspiraciones autoritarias era el Poder Judicial. Por eso procedió a cercenarla con un truco peronista: encontrar cualquier tecnicismo que les permitiera a sus aliados en el parlamento deshacerse de todo aquel que no se plegara a sus planes autoritarios.
Nada de esto es nuevo: el guion populista está ahí y a él acuden los unos y los otros. En cuestión de populismos, la izquierda y la derecha son simplemente dos formas distintas de cometer el mismo latrocinio.