La mente humana es un sofisticado órgano de placer con varias inclinaciones. Imaginar, por ejemplo. Nada más maravilloso que escapar del tiempo y del espacio fantaseando con futuros distintos, pasados secretos, vidas alternativas, personajes inexistentes. Eso es algo que se manifiesta con fuerza arrolladora en los niños y que luego, afortunadamente, seguimos haciendo en la vida adulta. No podemos vivir el presente sin proyectarnos hacia el futuro, y como el futuro es incierto, no tenemos más remedio que fantasearlo. De manera que todos imaginamos y especulamos, aunque sólo unos cuantos deciden cultivar el arte de poner por escrito el fruto de esa actividad dichosa. Son los novelistas.
Pero la mente no se conforma solo con imaginar y figurar. Una pulsión igualmente gozosa la incita a comprender el mundo en el que habita, a darles una explicación a las cosas, empezando por la propia existencia. Tan placentero como imaginar lo irreal es darle sentido a lo que existe, extraer significados donde sólo parecía haber azar, caos o hermetismo. Antes de convertirse en un maestro fantaseador, el niño ya se ha convertido en un intérprete de su entorno. Sabe que su vida está llena de rutinas. Ha asociado elementos para intuir que después del baño viene el tetero, o que ciertos comportamientos generan ciertas reacciones. La vida sería insoportable sin los elementos fantasiosos que la completan y enriquecen, y en ausencia de la capacidad reflexiva que permite comprenderla y situarla en un contexto. Quienes sienten esta última pulsión con más urgencia dedicarán su tiempo a entender el mundo real más que a especular con mundos inexistentes. Si tienen suerte, se harán ensayistas.
Aunque es verdad que la diferencia entre novelistas y ensayistas es solo de énfasis. Para comprender hay que imaginar y para imaginar lo irreal hay que tener una buena comprensión de lo real. Lo que varía es el resultado: una novela nunca se juzgará por la precisión o creatividad con la que interprete o explique algún problema real. El ensayo en cambio sí, porque su razón de ser esa: darle a la mente el placer de la comprensión. No hay nada más irritante que no entender, nada es más desalentador que vivir a la deriva en un mundo donde los procesos políticos o culturales que forjan las sociedades son del todo ajenos. Y, al contrario, nada exalta y excita más que el rayo luminoso que alumbra y ata cabos, esa red que permite atrapar la realidad y generar una hipótesis sobre las cosas: por qué somos como somos, por qué valoramos lo que valoramos, qué ideas están animando la vida cultural y política en un momento dado.
Todo el poder imaginativo del ensayista está centrado en esta labor, en la relación y la interpretación, no en la ambientación de vidas o entornos ficticios. Es, digámoslo, centrípeto. Se concentra en generar no un “ahhhhh”, sino un “clic”, otra forma de orgasmo que no pone los ojos en blanco sino que aguza la mirada. Revela las entrañas, la trama invisible del mundo que habitamos. Pone el foco en lo que es y no en lo que podría ser. Mientras el novelista se eleva sobre la realidad, el ensayista se sumerge en ella. La mente nos induce a las dos cosas, a negar y refutar, a comprender y ordenar, y el resultado de ambas inclinaciones, claro, es el más desvergonzado goce.