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Ensayito sobre la fama

Carlos Granés

07 de octubre de 2022 - 12:30 a. m.

Quienes entramos desde jóvenes en los campos culturales a tratar de abrirnos un lugar con nuestras novelas, nuestras obras de arte o, más jodido aún, nuestros ensayos definitivamente no teníamos ni idea, o no previmos, cómo es que funciona el mundo. Como los curas, escogimos el camino difícil, sacrificado. Debimos haber sabido que primero teníamos que hacernos famosos por cualquier motivo, uno noble, ojalá, aunque a la larga da lo mismo, y luego sí ponernos a hacer nuestras obritas.

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Porque en el mundo contemporáneo ya nadie cree en el genio y en cambio nadie duda de la fama. El famoso que arrastra seguidores y llama la atención de la audiencia puede, si le da la gana, entrar con facilidad en cualquier campo cultural y saltarse el duro recorrido que va de la inexistencia al reconocimiento. Incluso, puede aspirar a ser presidente, como Trump o Volodímir Zelenski, pero ese es otro asunto.

La fama se impone a la pericia, al criterio. Hace unos días se supo que Amparo Grisales, diva entre las divas, sería invitada de honor a la Bienal Internacional de Cali. ¿Qué iba a hacer en ese evento? Ni idea, no se especificaba. Lo que sí podía leerse en el comunicado es que los organizadores la consideraban “una autoridad en el arte nacional”. Y bien puede que sí, pero algo me hace sospechar que era su fama, no los libros o críticas que hubiera escrito, lo que instantáneamente le otorgaba esa pericia.

Yo, por supuesto, encuentro más relevante lo que pueda decir Amparo Grisales sobre cualquier cosa que las pedanterías que sueltan los teóricos de moda, pero eso es otro asunto. El caso es que la actriz está lejos de pertenecer al gremio artístico y eso no importa. La fama lo compensa todo, lo disculpa todo. Hace unos días, Brad Pitt aparecía en una exposición en Finlandia… exhibiendo sus propias esculturas. Hasta en The Guardian salió reseñado y no gracias a la calidad de su trabajo (tal vez la tenga, qué sé yo, no soy Amparo Grisales), sino por su fama.

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En el campo literario el asunto es peor. Basta con que un youtuber se haga famoso para que se le publique un libro, y más de un premio literario exige como requisito implícito que el futuro ganador sea popular, un rostro reconocible. Lo mejor para ser un autor premiado, o para ganar determinados premios, es no malgastar el tiempo escribiendo, sino dándose a conocer.

La incómoda verdad es que la culpa ha sido, en buena parte, de los mismos artistas. Piensen en Duchamp, en Piero Manzoni, en Yves Klein: nadie desmitificó tanto el genio artístico, la originalidad y hasta la posibilidad de la creación como ellos mismos. Nadie empañó tanto el charm que irradiaba la genialidad, nadie igualó la mierda con las musas ni convirtió la nada en arte como ellos. Al eliminar los criterios valorativos, quedó el campo libre para la arbitrariedad de la fama. Dalí, Warhol y Jeff Koons entendieron esto. Lo importante era ser famoso, porque entonces se podía triunfar como artista.

Tal vez por eso, después de todo, Amparo Grisales sí merecía ser la invitada de honor a la Bienal. Y también la curadora, la artista y la premiada; todo, porque la fama, a diferencia del genio, sí es tangible. Se tiene o no se tiene. Y Amparito, quién lo duda, tiene eso y mucho más, pero eso es otro asunto.

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