Entre el cruzado y el pragmático

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Carlos Granés
03 de agosto de 2018 - 04:00 a. m.
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Es inevitable sentir que estamos en un momento crucial para Colombia. Los viejos problemas siguen ahí, nutriéndose de las malas políticas contra las drogas, pero los liderazgos que han marcado lo que va de siglo entran en un su etapa final.

Álvaro Uribe, un hombre de ideas simples y efectistas, llamadas a resonar en la imaginación de un país harto del matoneo de las Farc, compensó la simpleza intelectual de su proyecto con una resolución de cruzado y una enorme capacidad para materializar sus discursos en actos. Bajo su gobierno los colombianos vieron lo que nunca habían visto: resultados. Las Farc, que en 1999 habían llegado a La Calera, de pronto se replegaban, huían, sufrían derrotas. Poco importó que buena parte de las estadísticas que hicieron fantasear a muchos con la victoria militar hubieran sido el producto de una infamia, los falsos positivos. La gente quería creer en la derrota de las Farc, y Uribe, con el fervor de un fanático, perpetuó la ficción y persiguió esa meta hasta terrenos escabrosos.

Es verdad que mi generación no había visto un líder como Uribe, rectilíneo, inflexible, capaz de defender una idea con fervor místico. Para Uribe y los políticos de su estirpe, mucho más importante que la realidad es la causa, el principio. Se me dirá que escribir en una misma frase “Uribe” y “principio” es un contrasentido. Y tal vez sea cierto; yo mismo he denunciado la indigesta cercanía de Uribe con el submundo delincuencial. Aun así, veo en el expresidente a uno de esos redentores convencidos de la moralidad de su causa, que acaban pecando con tal de alcanzar fines trascendentes.

De una pasta muy distinta está hecho Juan Manuel Santos. Aunque lideró uno de los proyectos menos populares y que más energía política han demandado en los últimos años, su proceso de paz no fue el resultado de la imposición de un principio o de una idea. Al contrario, fue la consecuencia de su pragmatismo, del entrenado olfato de quien prefiere ver la realidad y entender sus sutilezas y complejidades antes que encorsetarse en la ideología.

Santos se dio cuenta de que la cruzada de Uribe había debilitado a las Farc, y que ese cambio en la ecuación de fuerzas también cambiaba la realidad. Y como buen pragmático, actuó en consecuencia: cambio sus metas y ablandó sus principios para encauzar un proceso de negociación.

Para dar peleas ideológicas o culturales, o para liderar luchas emancipatorias, no hay duda de que son mejores los cruzados. Pero para llevar a buen puerto procesos de paz como el colombiano, o transiciones a la democracia como la española, son mucho más útiles los pragmáticos. Es decir, personas que están dispuestas a disminuir sus exigencias morales para ponerle fin a un conflicto político. Eso es lo que no han querido entender los derechistas colombianos, que llaman traidor a Santos, ni los izquierdistas españoles, empeñados en acusar de traidores a quienes negociaron con los franquistas el paso a la democracia. No se dan cuenta de que hay un momento para el cruzado y otro para el pragmático, ni que hay peleas cuya victoria consiste en forzar al enemigo a rebajar sus expectativas. En Colombia los cruzados abrieron el camino a los pragmáticos. Ahora cabe esperar que no se los cierren demasiado pronto.

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