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Entre la Maga y el Che

Carlos Granés

11 de julio de 2013 - 06:00 p. m.

La rutina, la convención, la moral tradicional y las existencias predecibles, sacrificadas a los rituales productivos y enmarcadas en una realidad de cartón piedra, pálida e insípida, fueron elementos de una pesadilla recurrente que horrorizó a los surrealistas parisinos de los años veinte y treinta.

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Esa realidad, pauperizada por la falta de deseo e imaginación, desecada por la mediocridad burocrática y el sopor racionalista, debía ser contaminada por los torrentes vivos de la imaginación desbordada. Para conquistar una realidad más completa y rica, Breton y sus compinches experimentaron con la vida y la conciencia, trazando vasos comunicantes con ese lugar remoto donde anidaban las fuerzas indómitas que daban color a la vida. Forjaron la llave que abría las puertas del delirio y por allí se lanzaron todos al vacío. Uno tras otro invocaron a los bárbaros, cayeron rendidos ante la magia femenina, rindieron culto al azar y palparon con sus propias manos la fibra esencial humana que asomaba en las formas de vida primitivas, en el frenesí del loco, en el punto culminante del éxtasis erótico.

Pero a finales de los años treinta algo inesperado ocurrió. El nazismo desató las fuerzas irracionales y los odios más atávicos con resultados desastrosos. Después de Hitler, hablar del lado irracional del ser humano resultaba tenebroso. El surrealismo entró en un inevitable declive y sus propósitos y actitudes vitales estuvieron a punto de ser desterrados de la conciencia humana. Si no fue así, en gran medida se debió a Julio Cortázar y a Rayuela. A nosotros, los latinoamericanos nacidos en los sesenta y setenta, nos llegó el surrealismo a través de su filtro literario. La historia de Oliveira y la Maga llevaba el sello refulgente de la búsqueda de lo maravilloso. Para nosotros Rayuela no fue una simple ficción. Rayuela era una invitación a cambiar la existencia.

Y en efecto, su lectura hacía ver la vida como una aventura llena de posibilidades, salpicada de juego y humor, plagada de irreverencia y excentricidad. Los jóvenes fueron sus mejores lectores. Sin compromisos ni deberes, podían imaginarse viviendo así, en el umbral de la pasión y entregados a convertir sus vidas en obras de arte. El desencanto venía luego, al enfrentarse a la adultez o al comprobar que la revolución estética que cambiaba la vida no tenía poder suficiente para cambiar la realidad y sus miserias. El mismo Cortázar vivió esta disyuntiva en 1963, después de viajar a Cuba. Aquella experiencia lo convenció de que la revolución vanguardista no llegaría lejos sin la revolución armada. Cortázar había empezado buscando a la Maga y terminó encontrando al Che. El resultado de aquel hallazgo fue el compromiso político y otra novela, Libro de Manuel. También una enorme encrucijada: la Maga nos empujaba a integrarnos a Occidente, el Che a salirnos de él; ella representaba la transformación del individuo, él la redención del pueblo. Aquel dilema en el que se vio Cortázar era un reflejo de las incertidumbres latinoamericanas. Cincuenta años después seguimos ahí, dudando entre el camino de la Maga y el del Che.

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*Carlos Granés

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