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Ya no es ningún secreto que aquella linda utopía que pretendieron encarnar Facebook y las demás redes sociales, según la cual se democratizaría el acceso a la información, se les daría voz a los que no la tenían y se impulsarían proyectos de cooperación y hasta revoluciones sociales, empieza a causar más problemas de los que pretendía solucionar. El hecho de que Mark Zuckerberg, gran gurú de las comunidades virtuales, haya acabado dando cuenta de sus andanzas ante el Senado estadounidense es una prueba de ello. Sabíamos que tanta información íntima, tanta actividad referida a nuestros gustos, preferencias musicales y artísticas, hábitos de consumo, uso del tiempo libre, debía ser una mina de oro hasta para el más mediocre publicista. Lo que nos tomó por sorpresa —a mí, al menos— fue saber que esa información se vendía por toneladas a compañías como Cambridge Analytica, un lucrativo negocio que, a pesar de su elitista nombre, se dedicó a promocionar las dos causas más populistas y nocivas de nuestro tiempo: la campaña de Trump y el referéndum a favor del brexit.
Facebook empieza a parecerse a esos fraudes piramidales que dependen de la venta, siempre costosa e innecesaria, de productos de mala calidad que compran los mismos miembros de la secta. El invento de Zuckerberg es algo similar, con la diferencia de que el producto ni siquiera lo pone él, sino nosotros, los usuarios. Volcamos información de nuestra vida íntima que Facebook comercializa para que luego nos llegue, mágicamente, una publicidad relacionada con nuestra última foto publicada o nuestra última página consultada. No niego que Facebook también ha servido para promover causas nobles y recaudar fondos destinados a problemas urgentes. Pero es difícil, a estas alturas, seguir alimentando las fantasías redentoras que los ciberutopistas depositaron en las redes sociales.
La verdad es que aún no sabemos bien las reglas de ese nuevo mundo virtual en el que ahora transcurre buena parte de nuestra vida. Tantos siglos leyendo novelas y viendo obras de teatro nos han familiarizado con la ficción. Así no sepamos definirla con certeza, excepto alguna feminista radical y alguno que otro profesor de humanidades de universidades gringas, todos reconocemos con facilidad la diferencia que hay entre la fantasía de un escritor y los hechos reales. Con el mundo virtual no ocurre lo mismo. Sospechamos que todo lo que se muestra allí es una exageración. Como un pequeño oasis para la vanidad, tiende a ser el espacio para la autopromoción y la reafirmación del ego. Ni ficticio ni verdadero. Tampoco a medio camino entre uno y otro. Sencillamente, otra cosa. Una idealización, una exageración, una reafirmación de las propias ideas. Un espejo que, como a la bruja de Blanca Nieves, nos dice siempre lo que queremos oír, o un magnífico mensajero de medias verdades o de simples mentiras que, con la apariencia de noticias reales, reemplazan al mundo real, a las verdaderas noticias.
Pero lo peor de todo es su poder adictivo. Sabiendo todo lo que sabemos hoy sobre Facebook, ¿cuántas personas se van a dar de baja? Yo no, al menos. De alguna manera, sigo creyendo que algo importante, fundamental, me perderé si dejo de consultar mi muro.
Como cuántos likes recibiré por este artículo, por ejemplo.
