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Horror al natural

Carlos Granés

21 de julio de 2016 - 03:15 p. m.

El paso de Spencer Tunick por Colombia y la reciente polémica provocada por una asociación que pedía un día de desnudez en las piscinas públicas de Madrid, me recordó el día en que por azar llegué a una fiesta de gente proclive a andar por ahí desnuda, como si nada.

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Lo advertían en la puerta de la discoteca: no era una noche normal, había una fiesta naturista. Me pregunté la razón que llevaba al amable mastodonte a advertirnos que estaríamos en compañía de amantes de la flora y de la fauna, de los bosques y de los glaciares. Su profesionalismo me pareció excesivo. Al menos hasta que vi una civilizada fila de hombres y mujeres desnudos, cada uno con su hatillo de ropa en las manos, a la espera de su turno en el casillero. Entendí entonces que la palabra naturista nada tenía que ver con la observación de pájaros o la nostalgia por los documentales de Jacques Cousteau. Naturistas eran quienes se despojaban de sus vestimentas, no para incurrir en jugueteos o hábitos proscritos, sino para hacer exactamente lo mismo que harían vestidos: conversar, beber, bailar, aburrirse. Una de las imágenes más pavorosas que he visto en mi vida.

Y aclaro: no fue la desnudez lo que me impresionó. Fue la naturalidad ante la desnudez. Los naturistas se han empeñado en desvirtuar uno de los más preciados legados de cristianismo: el pudor. Y sí, sé que tiene mala prensa, pero estoy convencido de que al pudor debemos buena parte de las fantasías literarias y artísticas que han refinado la sensibilidad y enriquecido la vida íntima. Concebir el cuerpo como un hecho de la naturaleza, tan sublime o tan simple como una piedra o como un tomate, puede ser más racional y lógico. Pero la desmitificadora peripecia amenaza con anular el misterio y los tabúes que han atizado desde siempre la imaginación erótica.

El cuerpo humano ha tenido esa doble naturaleza. Es una cosa como cualquier otra, sujeta a la causalidad y a la representación objetiva, lo cual no quita que también sea un efluvio de la imaginación, greda manipulada por el deseo. Lo demuestra la extraña posibilidad de que un tobillo, el lóbulo de las orejas o una línea en la espalda resulten embriagadores para los sentidos. Si aquello ocurre, se debe precisamente a que las partes del cuerpo no se ven con naturalidad, como simples formaciones genéticas, sino como secretos ocultos, rincones prohibidos, promesas azarosas. El veto y el disimulo obligan a buscar acceso alternativo a través de la imaginación, esa otra manera de ver, de conocer y de tener experiencias con el mundo sin la cual no se encenderían los mecanismos del arte.

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Es por eso que al oír las proclamas de los naturistas supe que no tendrían en mí a un aliado. Al contrario, desanimo a cualquiera que intente naturalizar el cuerpo o sacarlo del laberinto de rituales y secretos para exhibirlo a la luz del día como si fuera una hortaliza. Felicito a quienes se desnudaron para Spencer Tunick; sospecho que contribuyeron a la integración del país en el mundo moderno. Pero la imagen de sus cuerpos uniformizados y desdibujados, convertidos en pigmento y mancha gregaria, por llamativo que hubiera sido el resultado, me hizo pensar —¡con horror!— en un mundo inmunizado contra la curiosidad y el deseo.

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