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La divina Wanda y su esclavo Leopold

Carlos Granés

13 de noviembre de 2014 - 10:30 p. m.

De tanto en tanto vuelve a rondarnos el espíritu de Leopold von Sacher-Masoch, el voluptuoso escritor del siglo XIX que con sus fantasías y extravagancias eróticas personificó el gusto sensual por los azotes y la sumisión.

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A veces nos acecha con un rostro banal y comercial, como en Cincuenta sombras de Grey; otras con el aspecto juguetón e ingenioso de Venus en piel, la obra de David Ives adaptada en Colombia por Fabio Rubiano. Pero el drama humano que vivió Sacher-Masoch, las preocupaciones que lo llevaron a buscar el azote y a escribir una y otra vez sobre el mismo tema, van mucho más allá de la seductora imagen de una mujer encuerada con un látigo en la mano. Lo que en realidad pretendía Sacher-Masoch era entender, como le explicó a su editor, los problemas, males y peligros del género humano, las formas en que nuestra naturaleza nos traicionaba y nos hacía propensos a la crueldad.

Además del amor, los otros motivos de sufrimiento que quiso examinar Sacher-Masoch en un ambicioso proyecto llamado El legado de Caín, fueron el Estado, la propiedad, la guerra, el trabajo y la muerte. Sobre cada uno de estos temas se propuso escribir seis novelas. Nunca completó la hazaña, por desgracia, pero sí dejó escrita la serie sobre el amor, suficiente para dibujar un fresco de todas las dificultades que podían afrontar hombres y mujeres en su infausto intento de convivir juntos. Para Sacher-Masoch, el mal que impedía la comunión entre sexos era la desigualdad. La naturaleza nos había hecho distintos y la sociedad, educando a la mujer para ser un objeto hermoso o negándole la posibilidad de trabajar, se encargaba de agrandar las diferencias. Ese desequilibrio inicial forzaba a hombres y mujeres a asumir roles antitéticos, amos o esclavos, impidiendo la coexistencia pacífica. Mientras no hubiera igualdad, la mujer sería déspota o esclava, nunca la compañera del hombre.

Esa era la teoría. En la práctica, no cabe duda de que Sacher-Masoch convirtió el vicio en virtud y disfrutó asumiendo el rol de esclavo. Se inició con Anna von Kottowitz, siguió con Fanny von Pistor y finalmente se casó con Aurora Rümelin, que adoptó el nombre de Wanda, la cruel protagonista de La Venus de las pieles. Con las dos últimas inauguró la práctica masoquista por excelencia, la firma de un contrato de sometimiento. El contrato con Fanny fue temporal; con Wanda, en cambio, Sacher-Masoch juró someterse de por vida siempre y cuando el destino de su ama estuviera ligado al suyo. Además de libertad para acostarse con otros hombres, Wanda demandó potestad sobre las finanzas del hogar. “Realizar el sueño de un poeta —escribió— es un acto digno de un Dios”. Y eso fue lo que hizo, aunque en las memorias que publicó en 1907 se mostrara como víctima. Las volutas de fuego que fantaseó Sacher-Masoch, justamente inmortalizadas en el tiempo, se materializaron gracias a Wanda. No sé si al verse conviviendo con una mujer que accedía a sus excentricidades moderó su pesimismo. Al menos debió haber reconocido su enorme suerte. Convirtiéndose en Wanda, Aurora hizo realidad lo que apenas asomaba en la mente de muchos como ensueño.

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