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La estética de la protesta

Carlos Granés

03 de junio de 2021 - 10:00 p. m.

Pareciera, pero no es de ahora. Por su propia naturaleza, la protesta siempre ha tenido estrechas relaciones con la estética. Un tumulto es una imagen que despierta una emoción concreta, por lo general el miedo, en quien la observa. Protestar es alterar el espacio. Imponer movimiento donde antes había quietud, llenar plazas inmóviles con cuerpos inquietos y vociferantes. Lo que no llama la atención no se percibe, no atañe a la conciencia, y por lo mismo la protesta tiene que ser ruidosa, colorida y dinámica, cuando no intimidatoria o simplemente destructiva. Lo roto se nota mucho, sale en los medios, y más si lo que se altera o rompe tiene algún tipo de valor simbólico. Desde 1871, cuando al pintor Gustave Courbet se le ocurrió tumbar la columna de Vendome durante la Comuna de París, venimos viendo lo mismo.

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Con el auge de la ciudad moderna, de sus bulevares y plazas, y más aún con la aglomeración de nuevos obreros y trabajadores en las ciudades de principios del siglo XX, la conquista simbólica del espacio público se convirtió en una obsesión de todas las agrupaciones ideologizadas o de todo gobernante en el poder. Por no salirnos de América Latina, en los 30 los nacis chilenos (nacis con c de Chile) salían a conquistar los muros tachando las hoces y los martillos de los comunistas. Perón y Getulio Vargas contrataron escuadrones de artistas para que imprimieran sus perfiles y empapelaran las ciudades. Esa hegemonía estética tenía un objetivo muy claro: crear la ilusión de una unidad espiritual de la nación, el mismo efecto que hoy intentan generar los independentistas catalanes invadiendo el espacio público con sus lazos amarillos.

Los ejemplos abundan. Durante la dictadura brasileña, el colectivo 3Nós3 salía en las noches a intervenir los monumentos de las ciudades. No los derrumbaba, ni locos que fueran. Hacían algo mucho más expedito e interesante. Les ponían a los efigiados bolsas en las cabezas y cadenas en los brazos para asemejarlos a los presos que los militares torturaban en sus catacumbas. También bajo otra dictadura, los siluetazos que se organizaban en Buenos Aires llenaban el espacio público con la ausencia de los desaparecidos. Y los chilenos de CADA, con el No+ que estampaban por todas partes, le mandaban un recado a Pinochet: no más dictadura.

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La paradoja es que, deambulando ese camino de denuncias, el arte terminó perdiendo autonomía. Quien ve una performance de Regina Galindo y no puede situarse mentalmente en esa Guatemala de los 80, crucificada por dictadores fanáticos y una guerra civil infame, tal vez no entienda nada. La simbiosis entre estética y protesta ha convertido el arte actual en una queja en busca de manifestación. Lo extraño no es que haya arte en las protestas, sino que siga exhibiéndose arte político en museos y galerías, donde muere nomás entrar. El arte político se hace aquí y ahora, y hasta los políticos lo han entendido bien: la entrevista fake de Iván Duque también fue intento performático de hacer prevalecer su mensaje en medio de las protestas.

A eso se han reducido las luchas ideológicas en la actualidad, a imponer un relato colándolo en el espacio público y en los medios. O, lo que es igual, a alterar conciencias, y nada mejor para ello que el recurso eterno de la estética y del teatro.

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