Supongo que la principal objeción que se le puede hacer a Pa que se acabe la vaina, de William Ospina, es su visión de la historia de Colombia como la perpetua lucha entre dos categorías contrapuestas.
Por un lado un pueblo auténtico, digno y noble, y por el otro una élite corrupta, egoísta y racista. Ese análisis, además de repartir arbitrariamente vicios y virtudes, deja por fuera a todo un segmento de la población que ni encaja ni quiere encajar en ese par de compartimentos. Me refiero al ciudadano anónimo, al don nadie que cumple con sus obligaciones y sólo aspira a que se le respeten sus derechos.
El don nadie no es un personaje trágico ni epónimo y por eso puede pasar desapercibido a los ojos de un poeta, pero en última instancia resulta ser la pieza fundamental en toda sociedad moderna. No es alguien que aspire a obtener privilegios que lo eximan de esos pequeños sacrificios que suponen vivir en sociedad. Simplemente espera que las instituciones que regulan la vida pública lo traten bien, y que no se conviertan en obstáculo ni en fuente de injusticas. En otras palabras, el don nadie ni pertenece ni aspira a pertenecer a la élite, y en ese sentido es el representante más preclaro de la igualdad.
Para el don nadie no hay nada más ofensivo que le roben su individualidad enclaustrándolo en ese redil abstracto y vaporoso, con hedor a demagogia, que unas veces recibe el nombre de nación, otras de clase y en nuestro contexto el de pueblo. Más aún, el don nadie sabe que esa contraposición entre pueblo y élite es falsa, porque quienes se declaran defensores del primero terminan perteneciendo a la segunda, como los boliburgueses en Venezuela, los peronistas en Argentina, los Ortega en Nicaragua o los farianos y paracos en Colombia. Para los cantores y vates de las patrias puede ser emocionante la imagen de un pueblo soltando lagrimones al paso de quien ha sabido interpretar su alma, pero para el don nadie la escena resulta entre cursi y terrorífica. Nada más aborrecible que asociar al ciudadano con la horda bovina necesitada de líderes iluminados o de exégetas de la entraña nacional. En ese sentido, el don nadie es el más empecinado defensor de la libertad individual.
El don nadie sabe que esa falsa dicotomía entre élite y pueblo muta fácilmente en otra división igualmente artificial: derecha e izquierda. Sabe, también, que con esa jugada se asocian las virtudes del pueblo con la izquierda y los vicios de la élite con la derecha, y que por ese camino se acaba justificando cualquier acto del pueblo-izquierda para derrocar los privilegios de la élite-derecha, incluso aquellos que terminan destrozando las instituciones que salvaguardan la igualdad y la libertad del don nadie. El don nadie sabe que ni la izquierda ni la derecha tienen el monopolio de la virtud, por la simple razón de que con el paso de los años lo que proponía una termina defendiéndolo la otra (la política de la identidad y el nacionalismo, por ejemplo). El don nadie no vota ciegamente a una etiqueta, y eso lo convierte en la última garantía de independencia.
Igualdad, libertad e independencia: los pilares de la moral del don nadie.
Carlos Granés*