A quienes nos interesa la relación que hay entre las imágenes, la sociedad y los individuos que las producen, siempre estamos a la caza de momentos como este: de pronto, de la nada, la escultura de una pequeña niña aparece en el corazón de Wall Street enfrentándose, con el pecho descubierto, al enorme toro que colocó allí el escultor italiano Arturo di Modica en 1989. La enternecedora niña capta de inmediato la atención del público. La imagen es fotografiada y compartida en redes. Llegan las cámaras de televisión. No tarda en convertirse en un fenómeno viral. El inspirador mensaje que lanza al mundo es que las mujeres, claramente discriminadas en el mundo de las finanzas, son tan capaces como los hombres de enfrentarse a los mayores desafíos.
La imagen es potente; el mensaje lo es aún más. Las sociedades occidentales están hartas del machismo y cada vez son menos quienes creen que una mujer está menos capacitada para ocupar puestos de responsabilidad al frente de bancos, gobiernos o empresas. La reacción ante la imagen lo confirma. El feminismo está al alza. Las demandas de igualdad laboral y salarial son un clamor que desborda al feminismo. Hay una preocupación compartida al respecto, que se ha convertido en tema de debate público y, en el caso de muchos gobiernos o empresas, en un punto clave de su agenda política. No dudo que aún haya muchos que consideren inferiores a las mujeres, pero al menos ya no se atreven a ventilar sus opiniones en público, lo cual es un indicativo del nuevo clima social.
Hasta aquí todo es positivo. Cualquier mensaje que refuerce la necesidad de un cambio definitivo en esa dirección es útil, sobre todo si es tan potente y tiene tanta repercusión como la imagen de la niña frente al toro. Lo paradójico es que esta noble reivindicación de la mujer fue vampirizada por la agencia McCann Erickson —la misma que, apropiándose del ideal de amor, autenticidad y armonía multirracial hippie, trató de vendernos Coca-Cola— para promocionar a la compañía State Street Global Advisors, un gigante en el mundo de las inversiones. En efecto, esa magnífica escena, antes que cualquier otra cosa, es la publicidad de una compañía financiera que ha asumido la promoción de la mujer en cargos de responsabilidad como seña de identidad.
La historia del toro original es muy distinta. Di Moca instaló clandestinamente su obra —una expresión de arte de guerrilla— después del crash económico de 1987, como un símbolo de la fortaleza del pueblo norteamericano. El ímpetu pasional del toro era, en principio, un desafío a la racionalidad tecnocrática de Wall Street; ahora, enfrentado a la pequeña niña, queda reducido a una mera muestra de poder económico y masculino.
No es la primera vez que la publicidad se sirve de los mejores anhelos de las sociedades o de los mensajes contestatarios del arte para promocionar mercancías. A eso juega, y esa es una de las razones por las que el arte contemporáneo hace lo contrario: muestra lo escatológico, lo malogrado y lo innoble, aunque muchas veces con el mismo fin: generar un autopromocional y rentable escándalo. La niña frente al toro opone los dos mundos, el arte y la publicidad. Y lo más revelador de este enfrentamiento es lo difícil que hoy en día resulta diferenciarlos.