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El siglo XX tenía que terminar algún día en América Latina.
Según el historiador Eric Hobsbawm, ese “corto siglo” habría terminado para Occidente con la caída del Muro de Berlín, después de dejar a toda una generación sepultada en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y de haber visto el ascenso de los nacionalismos, de las revoluciones, de los fanatismos y de los populismos de trazo grueso que dividieron el mundo en buenos y malos, puros e impuros, virtuosos y corruptos. Pero para nosotros, en cambio, ese corto siglo se hizo largo, interminable, y sólo hasta que se produjo el acercamiento entre Washington y La Habana pareció dar sus últimos estertores. Como era previsible, el fin de una enemistad inútil que condenaba a Estados Unidos a ser visto como el malo de la película y a Cuba a petrificarse en la indigencia totalitaria, obligó a las Farc a tomar nota y a mover sus posiciones. La última guerrilla tenía que dejar la selva en el momento en que Cuba, el país que le sirvió de ejemplo, declinaba la retórica antiimperialista que había justificado insensateces económicas y la erosión de las libertades individuales.
Las dudas y temores que surgen ahora, ante la inminente transformación de las Farc en fuerza política, son lógicas y justificables. ¿Saldrán los guerrilleros reforzados después del proceso de paz? ¿Conseguirán imponer mediante la astucia política lo que no fueron capaces de lograr con la brutalidad de las armas? ¿Volverá a demostrarse, una vez más, que la manera de ganar impunidad en Colombia es prendiéndole fuego al monte y matando a mil en vez de a uno? Son dudas razonables, decía, pero no lo suficientemente poderosas como para desvirtuar ese gran logro que ha sido el inicio del fin de la guerra. Es posible que en un futuro cercano veamos a ex guerrilleros en lugares donde hubiéramos preferido no verlos, y casi seguro que sus rostros pasarán de las listas de los más buscados a los anuncios de propaganda política: son los famosos sapos que hemos de tragar. Pero tragables al fin y al cabo si con la firma de la paz se inicia un nuevo ciclo que saque a Colombia de ese grupito de tres o cuatro países que siguen atrapados en las disputas ideológicas del siglo XX.
Es verdad que el siglo XXI, con su versión de un nuevo socialismo a la latinoamericana, populista y autoritario, más preocupado por temas identitarios y por los agravios del pasado que por forjar un futuro a la europea, socialdemócrata, basado en un sistema del bienestar, es un motivo de alarma, más aún después de ver la debacle venezolana. ¿Podría ocurrir lo mismo en Colombia? Los venezolanos pensaron que eso jamás ocurriría en Venezuela, y se equivocaron. ¿Puede estarnos pasando lo mismo a nosotros? ¿Estamos dando un salto al vacío? Tiendo a creer que no. Colombia ya resistió al embate populista de Uribe. Su intento de perpetuarse en el poder con una tercera reelección no logró doblegar a las instituciones, lo cual es un antecedente. Si la ambición de uno de los personajes más populares de la historia del país no tuvo resultados, ¿sucumbirá la democracia ante la presión de los personajes más abominados por los colombianos? Quiero creer, aunque sé que nada está escrito, que eso es imposible.
