Algunos coleccionan estampillas; a mí me ha dado por coleccionar poetas nazis latinoamericanos. Me los he ido encontrando a medida que investigo sobre América Latina, y me han interesado porque tanto sus vidas como sus poemas son prueba evidente de la penetración que tuvo el fascismo en todo el continente.
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Algunos coleccionan estampillas; a mí me ha dado por coleccionar poetas nazis latinoamericanos. Me los he ido encontrando a medida que investigo sobre América Latina, y me han interesado porque tanto sus vidas como sus poemas son prueba evidente de la penetración que tuvo el fascismo en todo el continente.
Unos buenos, otros terribles; unos religiosos, otros revolucionarios (de izquierda, según ellos), todos profesaron un nacionalismo furioso y abominaron del liberalismo. Esta predisposición ideológica empezó a gestarse en 1898, partir del cambio de mentalidad que impuso la invasión yanqui del Caribe. El cosmopolitismo retrocedió ante el americanismo, y los poetas modernistas dejaron de soñar con la Grecia clásica y sus faunos y sus náyades, y empezaron a descubrir lo que tenían a mano: la vida rural, el gaucho, el inca, el campesino, el negro. Las vanguardias sumaron a este proceso un ímpetu revolucionario. A partir de los años 20 los poetas soñaron con crear hombres nuevos. Cerraron las fronteras culturales y volvieron al pasado en busca de mitos nacionales.
Empezó entonces la exaltación de las razas autóctonas. “Este soy yo, / guijarro de la montaña andina / que canta al Ande. / Gota de sangre indígena, / canto a la raza que es flor de la historia”, escribió el boliviano Óscar Únzaga, creador de la Falange Socialista Boliviana. También surgieron las utopías raciales mestizas, como la del paraguayo Natalicio González, resumida en estas líneas: “La india, tierno lirio del país de los carios, / agradar parecía el profundo contacto / de los progenitores de azules ojos arios / para animar gozosa en sus carnes maduras, / dulces como la miel y ardientes como brasas, / la viviente escultura / de una más digna raza”. Aunque la poesía no le dio fama, las tácticas fascistas de Natalicio le garantizaron una vertiginosa carrera política. Conformó un grupo de choque, Guion Rojo, que impuso el terror a punta de porra y así llegó a la Presidencia.
Otros fascistas expresaron un odio absoluto hacia la burguesía y un exaltado amor al pueblo. El nicaragüense José Coronel Urtecho, genial poeta, decía en La chinfonía burguesa: “9 meses burgueses / de idilio a domicilio / en el ocio feliz de su negocio / —su negocio de amor a peso el beso—”. Y el paraguayo Gomes Freire Esteves, después de escribir: “Yo sueño con la aurora del hombre y de los pueblos, / aurora nunca vista que guarda el porvenir, / aurora apocalíptica que al son de sus trompetas / anuncia a todo el mundo de servidumbre el fin”, promulgó como ministro del Interior el Decreto 152 que convertía al ciudadano en un instrumento al servicio de los más altos intereses del Estado. Esa aurora que auguraba para el pueblo paraguayo era la misma que alumbraba a la Alemania nazi.
Abundaron los poetas fascistas porque el fascismo fue mucho más popular de lo que se acepta. Tanto en su versión mística como en un versión nacional-popular, debilitó la democracia (burguesa, al fin y al cabo) y le puso una alfombra roja a los dictadores que subieron al poder entre los 30 y los 70. Ellos, claro, se mostraron como la encarnación de las esencias nacionales y protectores de la patria, y el eco lejano de sus arengas, por nocivas que hayan sido, aún despierta sueños de grandeza, autosuficiencia y emancipación.