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La sátira y la libertad de expresión

Carlos Granés

22 de enero de 2015 - 07:26 p. m.

Los humoristas no tienen poder para cambiar las cosas, pero sí para cambiar la manera en que las percibimos y valoramos.

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Son una especie de psicólogos gestálticos intuitivos: hacen que ciertos aspectos que permanecen ocultos salgan a la luz, o que cuanto está en el fondo asome la nariz para resaltar en primer plano. Quienes tienen genio para hacer esto se convierten en grandes críticos sociales. Quienes no, en simples instigadores de bajas pasiones. La frontera que separa la caricatura de la ofensa, incluso de la incitación al odio, es nublosa y no tiene los límites bien fijados. El ejemplo reciente de Francia lo demuestra. Mientras medio mundo, conmovido por el vil asesinato de los dibujantes de Charlie Hebdo, defendía la libertad de expresión, Dieudonné, otro humorista francés famoso por sus comentarios antisemitas, se basaba en el mismo principio para transformar el famoso Je suis Charlie Hebdo en Je suis Charlie Coulibaly, aludiendo con su malsana ocurrencia al matón que se atrincheró en el mercado kosher para asesinar a cuatro ciudadanos judíos. Lo de Dieudonné era una prueba: ¿si se legitiman las burlas de Charlie Hebdo a Mahoma, puede él burlarse de las víctimas de los terroristas?

El chiste me parece atroz, pero no estoy seguro de que la reacción del Estado francés, arrestar a Dieudonné por apología del terrorismo, haya sido la mejor forma de enfrentar el desafío. Las leyes francesas permiten la blasfemia, pero no los comentarios que generan discriminación u odio contra personas o colectivos en función de su origen étnico, religión o raza. En otras palabras, la ley ampara el derecho de los dibujantes de Charlie Hebdo a burlarse de Mahoma, pero impide que Dieudonné se burle de los judíos reinventando el saludo nazi o celebrando la locura genocida de Hitler. Esto tiene sentido, sin duda. En las sociedades laicas el individuo está por delante de los dioses, y uno de sus derechos, la libertad de expresión, lo autoriza a criticar o blasfemar contra Mahoma, Buda o la Santísima Trinidad. Y no sólo eso. También es muestra de progreso moral que ciertas cosas ya no provoquen risa. Burlarse del débil, del diferente o de las víctimas resulta, como mínimo, de mal gusto.

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Yo también celebro la sátira libérrima de Charlie Hebdo y desprecio el antisemitismo y el negacionismo de Dieudonné. Aun así, llevar a un humorista a los tribunales y cerrarle la boca con leyes no me parece la mejor forma de contrarrestar su influjo. Una detención era justo lo que Dieudonné esperaba para convertirse en una víctima censurada por el Estado. Por muy desagradable que resulte oír ciertas cosas, entre ellas el absurdo negacionismo de los antisemitas y los chistes vejatorios de incendiarios como Dieudonné, la libertad de expresión debe ser lo más amplia posible. La mentira se combate con verdades y el odio con civilidad (e indiferencia). Sólo en casos claros de incitación al asesinato y de apología del odio o de la violencia puede recortarse este derecho. Vivir en sociedades libres supone estar expuestos a ideas, opiniones y sátiras desagradables; incluso a mentiras, distorsiones e insensateces riesgosas. Pero es un precio que vale la pena pagar.

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