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Todo ocurrió en Italia pero habría podido ocurrir en Colombia, en Argentina, en El Salvador, en Guatemala, en Perú. Es más, no estoy seguro de que no haya ocurrido en estos países o, peor aún, de que no haya dejado de ocurrir. Lo cuenta Antonio Scurati en M. El hijo del siglo, una investigación histórica sobre el ascenso del fascismo que, gracias a la pericia narrativa, llega al lector convertida en una deslumbrante novela. En ella vemos cómo se gestó aquel delirio, mezcla de victimismo y resentimiento, de superioridad moral y visión de futuro, de fascinación por la guerra y legitimación de la violencia. Oímos el grito de rabia de los excombatientes de la Primera Guerra Mundial que inaugura los Fasci di combattimento. Los vemos despotricar contra los melindrosos liberales que no entienden que la democracia es un dinosaurio pasadista. Los oímos gritar que al futuro no se llega sobre la tortuga parlamentaria, sino al frente de una masa enfebrecida.
Estos visionarios habían ganado la guerra, sí, pero aquel triunfo no había contribuido al engrandecimiento imperial de Italia. Su victoria había sido pírrica, casi una derrota. Como si esto no bastara, Italia estaba en manos de pacifistas que amnistiaban a los desertores. Ellos, los únicos que merecían ser llamados italianos, no eran tenidos en cuenta. Por eso supuraban resentimiento y odio, y albergaban una sola consigna en sus cabezas: la acción. Liberar los instintos vitales para que se estrellaran, sin importar las consecuencias, contra la burguesía y la casta gobernante. Era la voluptuosidad del desastre.
En las sociedad sanas este proyecto guerrerista y psicopático hubiera fracasado. Y en efecto, los fascistas de Mussolini no tuvieron mayor respaldo en su primer año de existencia (1919). Pero entonces cobró protagonismo en Italia la otra fuerza ideológica que convulsionó el siglo XX. Los socialistas, envalentonados por el triunfo de sus camaradas rusos, vieron en la violencia revolucionaria el camino a la utopía. Se tomaron fábricas, popularizaron la huelga, cometieron atentados. En pocas palabras, unieron el hambre con las ganas de comer. Los fascistas tenían ahora un enemigo apátrida e internacionalista, afecto a ideologías foráneas, contra el cual descargar su odio. Acción, combate: la guerra no había acabado, no debía acabar nunca. Mussolini entendió muy bien el escenario y supo adaptarse. A pesar de odiar a la burguesía, al Vaticano y al Estado liberal tanto como los socialistas, se dio cuenta de que su violencia debía ser distinta a la del saboteador antisistema. Tenía que ser profiláctica, efectiva; una violencia para imponer el orden y para conjurar la del enemigo.
Así logró seducir a las clases medias y torcerles la mano a los liberales. El violento antisistema se vendió como la única defensa posible al embate comunista hasta convertirse en el hombre insoslayable. Su meta, dese luego, no era defender el Estado liberal sino pudrirlo por dentro, desmantelarlo, apropiárselo. Intimidando a la oposición, borrando el centro político, se encaramó al poder y allí se quedó hasta su muerte. Una historia italiana, decía, pero leyéndola es imposible no pensar en América Latina.
