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Suele ocurrir cuando el margen de maniobra de los políticos se angosta y alterar la realidad resulta más difícil de lo que se cree: el debate político –en realidad el espectáculo político— empieza a girar en torno a temas culturales.
Sanear una economía, remediar el desempleo, mejorar la educación, fortalecer las exportaciones o asegurar las pensiones son temas mucho más difíciles de resolver que, por ejemplo, el atuendo que deben usar los políticos en el Congreso, la programación de espectáculos públicos, los símbolos identitarios o los monumentos que deben erigirse o removerse para rendir homenaje o borrar de la memoria a algún personaje histórico. No es cuestión de izquierda o de derecha. Se pueden agitar temas como los que acabo de enumerar, extraídos de la actualidad española, pero también se puede volver sobre el aborto, las drogas, el matrimonio gay o la eutanasia, temas predilectos de la derecha populista, con propósitos similares: poner en el primer plano del debate político temas que aglutinan a cierto sector del electorado, y que establecen una frontera moral más allá de la cual se incuban la corrupción y el mal.
Quienes agitan este tipo de peleas, por lo general llamadas guerras culturales, suelen defender un cambio en las costumbres, en los valores y en los estilos de vida como paso previo al ascenso al poder político. Creen que primero se conquista la estética, la fe o la moral de las personas, y que luego se conquista su afiliación política. Más que un electorado, buscan partisanos, y por eso su retórica suele establecer divisiones sociales que enfrentan a las personas decentes contra las élites nocivas y corruptas. La guerra cultural se dirime en torno a palabras como patriotismo, identidad y religión; o casta, sistema o enemigos del progreso, cortinas de humo que sirven para no tener que asumir la complejísima labor de resolver problemas cotidianos y reales. No hay político que no quiera influir en la realidad. El problema es que la realidad siempre es mucho más difícil de cambiar que una programación teatral o una estrategia comunicativa.
Detrás de las guerras culturales hay un intento por alterar las hegemonías. Se cree que una nueva estética traerá una nueva sensibilidad, y que con esta nueva sensibilidad cambiará la forma de pensar. También se cree, desde luego, que esa nueva forma de pensar será la correcta, o la progresista, o la moralmente buena, o la que el mismísimo Cristo aprobaría. Las guerras culturales, me temo, son simples prédicas exaltadas que dan sentimiento de pertenencia a las diversas parroquias. En unas elecciones pueden movilizar a votantes que en otras circunstancias preferirían quedarse en casa, o que no tienen el voto definido, pero a la larga no van a darle trabajo a quien no lo tiene ni van a resolver esos asuntos, tan aburridos como vitales, que forman parte de la arquitectura de las sociedades complejas en las que vivimos.
¿Reforma tributaria? ¿Política agrícola? ¿Tratados comerciales? ¿Fronteras marítimas? Por favor, no me cabe la menor duda de que es más divertido subvertir las sensibilidad hegemónica (lo que sea que eso signifique).
