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Hace cien años ocurrió algo excepcional. Un artista francés, Marcel Duchamp, envió a una exposición promovida por una asociación de artistas independientes, no lo que en aquel entonces se entendía o pasaba por obra de arte, sino un orinal.
Aunque es muy probable que la idea no hubiera sido de él sino de una amiga suya, la excéntrica baronesa de nombre impronunciable Elsa von Freytag-Loringhoven, tanto Duchamp como su orinal nos metieron en un laberinto del que aún no salimos.
¿Qué carajos era el orinal de Duchamp? ¿Una broma? Sin duda. ¿Un acto vandálico? Desde luego. ¿Una sutil ironía con la que quería reírse de los organizadores del evento y poner a prueba su tolerancia? Sospecho que también. Pero además de todo esto aquel orinal era un acto hostil, una declaración de guerra contra el concepto de arte y las instituciones y valores que giraban en torno a él. Porque piénsese en esto. Si se acepta un orinal en un museo, entonces se cierra la distancia que existe entre los objetos estéticos y los objetos funcionales, entre el arte y el no-arte y, a la larga, entre la vida y el arte.
Como todos los vanguardistas del siglo XX, Duchamp quiso acabar con el arte para que fuese la vida la que ganara una dimensión estética y espiritual. Mientras hubiera objetos solemnes, místicos y sagrados encerrados en los museos, la vida parecería inferior, una experiencia privada de imaginación y aventura. Pero algo extrañísimo ocurrió. El orinal de Duchamp (o de la baronesa), como todas las obras de vanguardia, no fue expulsado del museo ni padeció un acto de repudio que salvaguardara la institución y el concepto de arte de sus ataques. En lugar de eso, el museo secuestró y asimiló los objetos antiartísticos. Fue una jugada magistral que nos ha dejado desde entonces perplejos y en estado de confusión permanente. El antiarte no acabó con el arte, ocupó su lugar. En los centros de cultura contemporánea ahora vemos arte que resulta que no lo es, que resulta que sí lo es. Objetos funcionales, registros de alguna acción, documentación de archivo, críticas políticas, protestas, rebeliones que están diciendo que no son arte sino crítica, política, ideología, pero que deben ser juzgadas no por sus efectos críticos, políticos o ideológicos sino artísticos. Una contradicción irresoluble.
Al no poder justificarse a sí mismo por sus cualidades estéticas, como sucedía con el arte, el antiarte ha entrado en simbiosis con otros campos sociales. Para ser tomado en serio, frunce el ceño, levanta el puño y denuncia injusticas, redime a las víctimas o señala las calamidades de este mundo. Pero todo esto sin salir del museo, es decir, del terreno enemigo, porque fuera de él se diluye. De ahí la futilidad de buena parte de estas críticas que son críticas pero también mercancías, que son política pero también espectáculo, y que en últimas ejemplifican una contradicción similar a la del PRI mexicano: hicieron una revolución que se institucionalizó.
En este lío nos metió aquel orinal. El arte ahora es arte y no lo es, es política y no lo es, es crítica y no lo es. En últimas, el museo se ha convertido en el espacio donde se reviven viejas fantasías revolucionarias, que, con enorme alivio, los curadores saben que nunca van a promover.
