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Las paz y el fin de las Farc

Carlos Granés

23 de junio de 2016 - 03:51 p. m.

Entiendo con bastante claridad los argumentos y recelos de quienes se han opuesto a las negociaciones de paz. Los entiendo porque no me son ajenos: a mí también me aterra que los carceleros de un gulag selvático, perpetradores de infamias atroces e injustificadas, se salven de ser señalados como los últimos déspotas ideológicos del siglo XX.

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Me abochorna que en lugar de cebar sus cirrosis sobornando a carceleros de la Modelo, las ceben tomando whisky en el bar del Congreso. Me incomoda que después de haber sido los responsables —no lo únicos, pero sí los más persistentes— del empobrecimiento y subdesarrollo del país, tengan voz y voto para perfilar temas de trascendencia nacional. Me indigna que los muertos que tienen por detrás y por delante, no sus ideas (no tienen una sola que sintonice con el presente y con la realidad), hayan forzado al Gobierno a darles toda suerte de prerrogativas. Y me desalienta comprobar, una vez más, que en Colombia se gana relevancia política con el miedo y la intimidación.

Este malestar es compartido, sospecho, por el noventa por ciento de los colombianos, independientemente de que hubieran apoyado las negociaciones de paz o no. Todos hemos salido perdiendo con la guerra y nadie se siente cómodo con la reivindicación política de las Farc. Como las niguas, por mucha mitología que haya en torno al ingenio que produce su picadura, la inmensa mayoría no lamentará su extinción. Eso no se nos puede olvidar. Todos remamos el mismo barco. Desde 2008, cuando 12 millones de personas marcharon por las calles en contra de las Farc, quedó claro lo que piensa la sociedad civil. Los políticos populistas fingen desmemoria. Su estrategia pasa por negar ese juicio compartido y dividir artificialmente a la sociedad, enconando odios y miedos en una población que ha tenido los mismos victimarios y ha sufrido por igual. Hay que evitar caer en este juego para mantener la claridad.

Nadie quiere ver a las Farc en las instituciones, es verdad, pero tampoco en el monte. A estas alturas, resignarse a que todo vuelve a empezar supondría un descorazonador golpe moral. Tenemos dos opciones por delante; al menos es lo que parece. Y aunque ninguna es buena, refrendar el final de la guerra es sin duda la menos mala. Es menos malo despolitizar la violencia –que seguirá, lamentablemente, mientras la coca sea ilegal— y alejar a la cúpula de las Farc de su hábitat natural. Timochenko y compañía son una especie adaptada al Kalashnikov y al matorral. Ahí tienen garantizada su supervivencia. En la vida pública, en cambio, obligados a proponer leyes, a negociar, a debatir y a regirse por unas normas mínimas de convivencia democrática, están condenados a languidecer y pasar a la absoluta irrelevancia. Paradójicamente, creo que su influencia en la vida pública será menor dentro de las instituciones que fuera. Esto, siempre y cuando no se nos olvide que ningún partido representa la verdadera oposición a las Farc. Es el país entero el que la representa y el que debe demostrarlo cuando tenga que elegir a sus cargos públicos. El destino inevitable de las Farc es el basurero de la historia. Allá, si recordamos lo que nos unió en 2008, las vamos a enviar.

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