Las novelas que más me gustan son las que olvido. Aquellas cuya anécdota se esfuma y a cambio deja reflejos vivos del carácter humano o preguntas morales.
Me ha pasado con muchas, pero últimamente vuelvo una y otra vez a ese residuo que me dejó La conjura contra América, una novela de Philip Roth que especula con la posibilidad de que Charles Lindbergh, conspicuo antisemita y admirador de Hitler, hubiera sido presidente de Estados Unidos. No es una idea del todo absurda. Lindbergh fue una figura pública, notoria por su rechazo a la participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y atractiva para ciertos sectores. Pero lo que le interesaba a Roth, sospecho yo, no era inventar una historia alternativa, sino aprovechar esa posibilidad ficticia para hacerse preguntas muy vigentes y reales. Por ejemplo: si no se condenan ideas despóticas y atropellos políticos en otros países, ¿cómo luchar contra ellos cuando se infiltran en la propia sociedad? ¿Cómo se pueden salvaguardar ciertos principios y valores en el interior, cuando no se ha dicho nada cada vez que son pisoteados en el exterior?
La novela de Roth es inquietante porque rastrea el proceso de corrupción interno de un país. Muestra cómo una sociedad, al dejar de manifestar con claridad sus posturas, pierde anticuerpos y se vuelve vulnerable. Al hacerse débil la voz pública que condenaba el antisemitismo en Alemania, los judíos estadounidenses empezaron a verse en terribles aprietos. Esta es una posibilidad que salta de las páginas de la novela a la realidad contemporánea. A la actualidad de cualquier país, pero en especial la de Colombia. En la actual coyuntura política, con un posible ingreso de las Farc al ruedo político, no estoy seguro de que la mejor manera de defender nuestra democracia sea haciendo como si no ocurriera nada en Venezuela.
Desde luego que Santos debe ser cauto y calculador a la hora de relacionarse con Maduro, pero obviar los atropellos que están sufriendo los opositores, en especial Leopoldo López y María Corina Machado, no es decoroso y puede jugar en su contra. El chavismo, con su regeneracionismo vengador, hostil a la democracia y adicto a la concentración de poderes, es una ideología contagiosa. Si en España exhibe una robusta cabeza de playa con los camaleónicos líderes de Podemos, no es de extrañar que en el país vecino tenga influjo. Su desafío demanda respuestas. No bloqueos ni exclusiones, como parecen sugerir los uribistas, sino defensas que deben venir de posturas decididas, ideas claras y una condena rotunda de lo que atenta contra la democracia, empezando por la arbitrariedad con la que está siendo erosionada la oposición venezolana. Fingir que puede haber una unidad latinoamericana cuando no hay reglas de juego en uno de los países, carece de sentido.
Las novelas logradas no ofrecen respuestas, sino preguntas, y esta de Roth es un buen ejemplo. ¿No estamos abriendo grietas en nuestro sistema al pasar por alto la situación de López y Machado? ¿No es una mayor garantía para nuestras instituciones señalar con claridad los errores cometidos en Venezuela?