Como todas las revoluciones del siglo XX, la cubana estableció una tensa relación con los creadores. Los apoyó, claro, y mucho, pero a cambio demandó fidelidad con el proceso que había llevado a los barbudos al poder. Desde 1961 Fidel Castro dejó muy claro que los artistas gozarían de libertad siempre y cuando supieran usarla. Eso significaba que podían hacer lo que quisieran, menos criticar el proceso revolucionario. Quienes no tuvieran problemas con esa exigencia podrían forjar carreras exitosas; quienes no, empezando por Guillermo Cabrera Infante, tendrían que irse o pagar las consecuencias.
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Para comienzos de los años 70 el relumbrón cultural que le dieron a la isla los grandes congresos de escritores y los encuentros internacionales de artistas se había perdido por completo. El autoritarismo no sentó bien entre los creadores y muy pocos toleraron el espectáculo estalinista en que se convirtieron los juicios políticos de sus colegas. Se apagaron los focos y los artistas cubanos tuvieron que adaptarse a las reglas de juego para sobrevivir.
Pero desde 1990, mientras el comunismo se desintegraba y Castro fingía que nada tenía que ver eso con él, los artistas cubanos empezaron a romper el pacto de 1961. Dentro de la revolución, nada; contra la revolución, todo. No era la revolución la que tenía derechos, como había dicho el líder, sino las personas, los cubanos. Ángel Delgado fue uno de los primeros artistas que lo dejó claro con una performance kamikaze. Acudió a la inauguración de una muestra artística con un diario Granma bajo el brazo. Allí le abrió un hueco en el medio, lo extendió sobre el suelo y, usándolo como letrina, defecó en él. Se acababa el pacto de no agresión entre los artistas y los barbudos.
Desde entonces han pasado muchas cosas y muchos artistas han convertido la crítica al gobierno cubano en su principal actividad. Y quizás la acumulación de pequeñas sublevaciones, sumada a la salida de los Castro del poder y a la llegada de una generación para quienes aquello de morir por la patria carece de sentido, haya animado a los nuevos creadores a lanzar el mayor desafío simbólico al que se han visto sometidas las autoridades cubanas desde los tiempos de los balseros y de las huelgas de hambre de Guillermo Fariñas y Orlando Zapata.
El Movimiento San Isidro, que los agrupa, se manifestó contra el Decreto 349 que pretendía regular los espacios no oficiales donde se presentan los creadores no alineados con el régimen. Después ha venido el 27N, un grupo de artistas que exige libertad de expresión, y la canción Patria y vida, la más desenfadada muestra de hartazgo con los mitos y promesas incumplidas del castrismo, fuente de inspiración para muchos de los manifestantes espontáneos que salieron a protestar el 11 de julio pasado.
Y aunque es poco probable que estas demostraciones de insatisfacción o que las obras críticas tumben una dictadura tan longeva, sí han conseguido que el régimen carcelario deje de ser visto como una guía moral para América Latina o como una fuente de emancipación, de dignidad o de felicidad humana. Los jóvenes, incluso los izquierdistas, ya no se tragan ese cuento, y eso no es poca cosa. Quien los pierde a ellos pierde el futuro, y ese parece ser el destino inevitable de la Revolución cubana.