En 2018 se presentaron a las elecciones estatales de Oaxaca 19 mujeres transgénero. Parecía todo un logro de la diversidad sexual, pero luego se puso en duda la idoneidad de 17 candidaturas. Por lo visto eran hombres que se hacían pasar por trans para aprovechar las cuotas femeninas impuestas a los partidos políticos. Hecha la ley, hecha la trampa, podría decirse, pero en realidad este no era un simple caso de la picaresca latinoamericana. Se trataba, más bien, de un caso que hoy está en el corazón del debate entre feministas históricas y feministas queer en buena parte del mundo. ¿Qué requisitos se necesitan para que alguien biológicamente hombre pueda adquirir la identidad sexual de una mujer?
Pues bien, las feministas queer que en este momento dirigen el Ministerio de Igualdad español han presentado un anteproyecto de ley en el que estipulan como único requisito para el cambio de sexo el sentimiento subjetivo. Ni criterios médicos, ni psicológicos, ni tratamientos de hormonas. Si yo me siento mujer, entonces mujer seré.
Nada tiene que ver esto con la forma en que cada quien ha de vivir su sexualidad o su intimidad, ni qué roles le sean permitidos actuar en sociedad. Bienvenida la diversidad y que cada cual negocie con su cuerpo, con sus deseos y con sus seres queridos la pansexualidad, asexualidad, intersexualidad, fluidez, binarismo o no binarismo que quiera. A la larga todos hacemos eso, de manera más o menos convencional, con más o menos performance público. Esa no es la cuestión. El punto de debate es que las luchas feministas se han traducido en leyes que tienen efectos inmediatos en la realidad. Si una persona biológicamente hombre se cambia de sexo, se jubila antes. En caso de cometer un delito, no entra en La Modelo sino en El Buen Pastor. Y si practica algún deporte, llega a la cancha con unos niveles de testosterona y una masa muscular superiores a los de sus rivales. Bien, dirá el escéptico, pero quién se cambia de sexo sólo para obtener estos beneficios. La respuesta es clara: al que le salgan las cuentas. Si un político mexicano está dispuesto a fingir ser trans para obtener un cargo público, es muy probable que muchos se acojan a la nueva ley trans para salir de algún apuro.
Esto es lo que molesta a las feministas históricas, que sus conquistas acaben banalizadas o desvirtuadas por una nueva teoría, la queer, que legitima que cada cual es hombre o mujer a partir de su sentimiento, prescindiendo de toda fuente de autoridad externa y objetiva. Porque en el fondo la teoría queer ataca eso, la idea de que hay una naturaleza humana que determina ciertos rasgos de personalidad. Todas las categorías, empezando por las de “hombre” y “mujer”, son para ellos una construcción del lenguaje. Y, como toda construcción, también pueden deconstruirse, arrebatándole de paso la autoridad a la medicina para establecer identidades sexuales. Cada quien es lo que quiere ser, cuando quiera serlo, no lo que un médico diga. Aunque esto suena emancipador, acaba neutralizando las luchas feministas. ¿De qué sirve adquirir derechos para la mujer, si no tenemos una definición de mujer, si cualquiera puede ser mujer? Ese es el lío. La teoría queer nos deja a todos en la misma línea de partida y a las mujeres, con la tarea de volver a empezar de cero.