Entiendo que la idea tenga un enorme poder de seducción: el pueblo, guiado por un líder justo y benévolo, por fin va a romper los lazos de dependencia que coaccionan e impiden el surgimiento de una economía nacional, socializará o distribuirá las riquezas para que lleguen a los excluidos, devolverá la dignidad perdida a las masas pisoteadas, y encontrará una fórmula propia, ni estadounidense ni europea, sino raigalmente colombiana, peruana, venezolana… de progresar y modernizar las sociedades. Entiendo que las soflamas que piden reconquistar la patria, unirnos como nación fraterna y romper las cadenas que nos impiden ser lo que estamos destinados a ser generen euforia e ilusionen; incluso que saquen lo mejor de las personas.
Pero a pesar de que las entiendo y de que resulten tentadoras, la experiencia venezolana de la última década debería servirnos como antídoto contra todas ellas.
Debería hacernos ver que los encargados de llevar a la práctica las ideas perfectas son seres humanos imperfectos, y que en las luchas por conquistar y mantenerse en el poder se traspapelan las buenas intenciones con las mañas, los abusos y las inmoralidades. Esto se aplica a todo candidato, de cualquier signo, sea chavista o antichavista, sea americano o europeo, sea de izquierda o de derecha. El poder tiende a corromper, lo advirtió hace mucho Lord Acton, y por eso debe ser fraccionado, vigilado y regulado en el calendario. La tendencia hispánica a confiar excesivamente en sus dirigentes, y a darles, en consecuencia, enormes potestades, ha servido para crear ogros y semidioses: tiranos temidos por su falta de escrúpulos y redentores amados por lo que simbolizan más que por los beneficios que traen. Pero ahora, después de largas décadas de dictaduras de derecha y de populismos de izquierda, América Latina parece estar de nuevo en la línea de partida. Se calma en Cuba el antiamericanismo, en Argentina el peronismo, en Venezuela el chavismo y en Colombia la sevicia fariana. Las utopías perfectas no han soportado la fricción con las contradictorias y humanas realidades. Tal vez sea hora de aceptar que no hay ángeles ni visionarios entre nosotros, sino simples mortales con virtudes y defectos, con buenas y malas ideas que deben ser juzgadas por su capacidad para integrar las sociedades y mejorar la vida de las personas.
La amplitud de miras, el idealismo y la capacidad de ilusionar son elementos fundamentales de la política, pero de nada sirven si se quedan, como pompas de jabón, flotando en la retórica simplista que divide al mundo en buenos y malos, pueblos y élites, patriotas y antipatriotas. Varios países de la región se están alineando en un nuevo trazado político. El reto de los nuevos poderes es jubilar las políticas populistas que, echándole el agua sucia a otro, fragmentaron o aislaron a sus sociedades. Los sectores chavistas, peronistas, castristas o farianos, que seguirán ahí, agitando sus banderas, tendrán que ser integrados al debate político. Pluralismo y tolerancia: son palabras raras en América Latina; dos frágiles mariposas que deberán echar alas en medio del huracán.