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                                                                                                                              Mondo dadá

                                                                                                                              Debió haber sido un momento apasionante. Empezaba el siglo XX y la ciencia y la tecnología prometían revolucionar la existencia. La euforia hinchaba egos, todo debía ser nuevo, incluso el ser humano. Las ideologías radicales comprendieron y asumieron el reto. Comunismo y fascismo quisieron reinventar al hombre para sintonizarlo con los nuevos tiempos, forjar seres vigorosos, fuertes, templados como el acero. Para planificar el rumbo de la humanidad o encarnar un mito nacional que enardeciera al pueblo se necesitaban hombres renovados. Más aún, superhombres nietzscheanos o visionarios milenaristas, todos ellos elevados por encima de la media, con el puño o la palma de la mano en alto.

                                                                                                                              Pero algo falló en los cálculos de estos machotes de izquierda y de derecha. A ese hombre nuevo, tan grandilocuente y heroico, omnipresente en el espacio público de los 30 y 40, le salió un rival imprevisto que tímidamente fue asomando el rostro hasta eclipsarlo. El hombre nuevo resultó no ser Mussolini ni Stalin, sino su antítesis: un niño travieso e iconoclasta, que se burlaba de las patrias y del heroísmo y que sólo creía en el poder corrosivo de la risa. Lo habían inventado por esos mismos años los dadaístas, sin ninguna pretensión, sólo por joder, y sin embargo el mundo que emergió en los 60 acabó pareciéndose más a las fantasías de estos irreverentes marginales que a las de hombres convencidos de ir pilotando el tren de la Historia.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Este infantilismo ha tenido cosas positivas. Desactivó muchas pulsiones violentas, como el sacrificio por honor. Pero ahora empieza a mostrar cierto lado oscuro. Del niño que reía y se burlaba vamos pasando al niño indefenso y vulnerable. Reflejo de este cambio es el temor reciente a los productos culturales. ¡Cuidado con lo que oímos, leemos o miramos! Se advierte ahora contra los exabruptos de autores o pintores que —irresponsables ellos— crearon sin pensar en el mensaje que trasmitían. El mismo temor a las drogas lo despiertan ahora Lolita, Balthus o el hip-hop: ¡nos van a dañar, vamos a perder el control! Preocupa que no haya claridad moral en estas obras; su ambigüedad, dicen, se presta a interpretaciones nocivas.

                                                                                                                              Y aquí está el quid del asunto. El entrenamiento moral que nos da la novela o la pintura radica, precisamente, en que nos enfrenta a situaciones ambiguas donde todo es contradictorio. Lo sublime también es atroz, la bondad degenera en canallada, el amor en esclavitud. Son esas situaciones las que desafían el intelecto adulto y preparan para las complejidades de la vida. Sólo en el mundo de los niños las cosas son blancas y negras, con princesas buenas y brujos perversos. Quiebro una lanza por el infantilismo risueño y sarcástico que ablandó el mundo y sus costumbres. Reniego del quejica y victimista que lo está simplificando.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Pero algo falló en los cálculos de estos machotes de izquierda y de derecha. A ese hombre nuevo, tan grandilocuente y heroico, omnipresente en el espacio público de los 30 y 40, le salió un rival imprevisto que tímidamente fue asomando el rostro hasta eclipsarlo. El hombre nuevo resultó no ser Mussolini ni Stalin, sino su antítesis: un niño travieso e iconoclasta, que se burlaba de las patrias y del heroísmo y que sólo creía en el poder corrosivo de la risa. Lo habían inventado por esos mismos años los dadaístas, sin ninguna pretensión, sólo por joder, y sin embargo el mundo que emergió en los 60 acabó pareciéndose más a las fantasías de estos irreverentes marginales que a las de hombres convencidos de ir pilotando el tren de la Historia.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Este infantilismo ha tenido cosas positivas. Desactivó muchas pulsiones violentas, como el sacrificio por honor. Pero ahora empieza a mostrar cierto lado oscuro. Del niño que reía y se burlaba vamos pasando al niño indefenso y vulnerable. Reflejo de este cambio es el temor reciente a los productos culturales. ¡Cuidado con lo que oímos, leemos o miramos! Se advierte ahora contra los exabruptos de autores o pintores que —irresponsables ellos— crearon sin pensar en el mensaje que trasmitían. El mismo temor a las drogas lo despiertan ahora Lolita, Balthus o el hip-hop: ¡nos van a dañar, vamos a perder el control! Preocupa que no haya claridad moral en estas obras; su ambigüedad, dicen, se presta a interpretaciones nocivas.

                                                                                                                              Y aquí está el quid del asunto. El entrenamiento moral que nos da la novela o la pintura radica, precisamente, en que nos enfrenta a situaciones ambiguas donde todo es contradictorio. Lo sublime también es atroz, la bondad degenera en canallada, el amor en esclavitud. Son esas situaciones las que desafían el intelecto adulto y preparan para las complejidades de la vida. Sólo en el mundo de los niños las cosas son blancas y negras, con princesas buenas y brujos perversos. Quiebro una lanza por el infantilismo risueño y sarcástico que ablandó el mundo y sus costumbres. Reniego del quejica y victimista que lo está simplificando.

                                                                                                                              Read more!

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