Los juegos salvajes en política son riesgosos porque nunca se sabe quién va a sacar provecho de ellos. En España, por ejemplo, el populismo de Podemos enemistó a la gente con las élites, dividió y polarizó la sociedad, fomentó un anhelo de cambio y un antieuropeísmo nacionalista, para que luego llegara el populismo de derecha y capitalizara mucho mejor el descontento y el descrédito de la política tradicional. Nada más peligroso que despertar bajas pasiones y desafecto hacia el sistema o las instituciones, porque siempre puede llegar alguien más radical, más extremista, más salvaje a prometer cambios más abruptos.
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En Colombia, tanto insistió Petro en cambiar la historia del país, que de pronto, casi de la nada, le salió un competidor que prometía lo mismo con mucha más frescura y radicalismo. Rodolfo Hernández es nuestro exponente de la política salvaje que triunfa en tiempos de la economía de la atención. Con sus estrategias escandalosas y performáticas, logró que el debate público se nutriera de controversias efímeras que lo mantuvieron bajo los focos en la recta final de la contienda. En una campaña hay que imponer los temas de debate. Ojalá con ideas, pero, si no se tienen, también valen las estupideces de TikTok.
Esta enorme paradoja, tan imprevista que tiene descolocado a todo el mundo, supone un reto para Petro. Porque, en comparación con Hernández, el candidato de la izquierda es lo más cercano que tenemos a un representante del establishment. Petro conoce el país y el funcionamiento del Estado mil veces mejor que su rival y mal que bien ha participado en debates de gran trascendencia para el país. Su misión ahora, en caso de que decidiera aceptarla, sería demostrar que no es un personaje mesiánico, autoritario y demagógico, llamado a salvar a la humanidad del cambio climático o a cambiar la historia de Colombia, sino a promover reformas viables y sensatas. Si quiere ganar, no tiene más remedio que convertirse en un político predecible, abandonar su adanismo y reconocer que ciertas instituciones y políticas funcionan en Colombia mucho mejor que en los países del entorno.
El temor a Petro no es irracional, como se dice, ni mucho menos se funda en odios personales a él o a la izquierda. Nada de eso. El problema con Petro es que hace parte de una tradición latinoamericana grandilocuente, que promete solucionar problemas sociales sin contemplar las consecuencias de sus acciones justicieras. Esto no es cambio ni es genial. Responde a la tradición nacional popular que fija aranceles para estimular la industria local y que amenaza la independencia de los bancos centrales para encontrar recursos que le permitan emplear, subsidiar o financiar obras monumentales. Nada nuevo bajo el sol. Son medidas que se tomaron en el pasado con consecuencias poco saludables para las economías latinoamericanas.
Ahí está el reto de Petro: demostrar que no va a jugar con el peso, que no va a aplaudir devaluaciones ni a dejar que cabalgue la inflación. Una forma de tiranizar un país es destruyendo su moneda, empobreciendo a la sociedad entera y chantajeándola luego con el acceso al dólar. Si no ofrece garantías, Petro será derrotado por un improvisado y sus performances en TikTok, y entonces sí, qué duda cabe, vamos a estar hablando de un cambio histórico en Colombia.