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Poder y sexo

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Carlos Granés
15 de mayo de 2015 - 02:07 a. m.
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EL CASO MÁS SONADO ES EL DE DOMINIQUE Strauss Khan, pero no es el más grave ni el más grotesco.

La palma se la lleva el político del PRI mexicano Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre, acusado de contratar secretarias con dinero público para que le prestaran servicios sexuales. Quien quiere poder lo quiere para algo, y no pocas veces ese algo responde a los requerimientos del bajo vientre. En España acaban de ser noticia las escandalosas orgías en que incurrían alcaldes, políticos y policías de Palma de Mallorca, financiadas por los dueños de los prostíbulos para evitar inspecciones y sanciones. Como en Historia de O, la famosa novela de Anne Desclos, alias Dominique Aury, alias Pauline Réage, la fantasía de muchos hombres que anhelan el poder es formar su propio harén de mujeres. La mafia y el caciquismo han sido eso, aunque, claro, sin sombra del refinamiento sensual que envuelve las aventuras de la sometida y desdichada O. 
 
La novela erótica, tan denostada a veces como género, muestra sin embargo y con enorme tino que este problema no tiene que ver con cuestiones de bondad o maldad, o con un asunto de falta de valores o ausencia de moral. Al contrario, los mejores exponentes del género desvelan una oscura e incómoda verdad. Esa potencia o voluntad de someter al otro no es ajena a nadie, ni al rico ni al pobre, ni al hombre ni a la mujer, ni al obtuso ni al vivo. Puede que en unos se manifieste de forma más visible y vehemente que en otros, pero el tronco común que compartimos como humanos —decía Kant y demostraba Sacher-Masoch— viene torcido desde la cuna. Quien tiene poder tendrá la tentación de usarlo para beneficiarse a sí mismo o a su manada. Maquiavelo, ese gran realista, lo demostró con ejemplos históricos en su manual del buen (mal) gobernante; Schopenhauer lo insinuó con su visión desencantada de las posibilidades humanas; y Sade lo racionalizó para explicar la inevitabilidad del acto cruel sobre los débiles. La lección implícita en estos autores es que el problema no radica en convertir al ser humano en ángel, misión condenada al fracaso, sino en restringirle el elemento que lo transforma en diablo.
 
 Uno de los grandes problemas de la política latinoamericana —también de la española— ha sido no saber contener, vigilar y fiscalizar la forma en que se usa y abusa del poder. En tierra de gamonales, revolucionarios, caciques y mafiosos, la reputación no se desgasta al usar el poder público en beneficio personal, por lo general escudado tras la fanfarria de la dignidad del pueblo, la patria o la región. La manera de neutralizar el despotismo pasa por el fortalecimiento de las instituciones y de los organismos de control. Quien tiene poder debe sentir que hace malabares con cuchillos. Si se despista, la presión institucional y social habrá de caerle con acierto y filo. La pulsión de poder es atronadora, pero la razón puede regular su cauce y sus alcances. Es la enseñanza de las buenas novelas eróticas, cuyo tema no es el sexo sino la manera de hacer frente a los deseos: así prometa salvarnos y dignificarnos, el poder desatado acaba pervirtiendo la vida privada y pudriendo la vida pública.

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