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Tal vez a estas alturas ya pocos adoren al dios Eros, instigador de la atracción sexual en la mitología griega, pero seguramente muchos rinden culto a Porno, el nuevo dios, ubicuo y omnipresente, que en la sociedad contemporánea parece regir las nuevas leyes del acoplamiento entre parejas.
Allí donde una red inalámbrica permita la conexión de un cachivache electrónico con el mundo virtual, Porno se manifiesta de mil maneras. Está en las oficinas, en los parlamentos, en los hogares. Basta con escribir un nombre femenino en algún buscador para acabar con una surtida oferta de cuerpos desnudos o semidesnudos. Porno se ha colado en nuestras rutinas. Lo vemos en el cine de autor, en el arte, en la literatura. Es objeto de debates académicos y uno de los temas indispensables de la teoría queer. Porno es el dios del momento, el más consultado y visitado. Su presencia constante deleita y atonta. Estar permanentemente excitado, como estar permanentemente drogado, alegra, sí, pero también merma el elemento liberador que tienen la embriaguez y el deseo.
Eros es mucho menos generoso que Porno: no revela, insinúa; no satisface la pulsión, la espolea; no va al grano, se queda en los prolegómenos. Despierta la curiosidad por lo que puede haber afuera, lejos de los márgenes de lo permitido y concebido. Eros excita sin satisfacer ni inhibir. Al contrario, abre las puertas del mundo. Porno condena al movimiento frenético y reiterativo (del ratón, desde luego) en busca de variantes de una misma imagen. Aunque promete un final feliz, después no deja nada, sólo inacción y letargo. Porno es escandaloso y zafio. Aterra y preocupa a los mayores por sus efectos en los menores, pero en realidad se trata de un dios manso, que distrae y aplaca y devuelve al redil. Más peligroso es Eros, porque más peligroso es alguien atizado por la curiosidad y el deseo abstracto. Porno lo muestra todo y destierra los secretos de este mundo. Eros susurra al oído: “A que no sabes qué hay más allá”. El pornófilo ya tiene todas las respuestas; el erotómano no sabe nunca nada y está dispuesto a cruzar todos los límites para palpar lo impalpable y vivir lo pasmoso. Porno va con las normas sociales; Eros las desafía todas.
Dicho esto, no creo que Porno y Eros sean dos dioses incompatibles y excluyentes. Quien adora a Porno puede sentir la tentación de Eros y viceversa. El verdadero enemigo de ambos es otro: el naturismo, esa tendencia a despojar al cuerpo de misterio y a presentarlo como un hecho más de la naturaleza, tan normal y anodino como una piedra o una vaca. Porno es torpe y vulgar y no sabe de seducción ni de ritual, pero desde luego cultiva el morbo. Vive de él, depende de él; de una picazón muy básica y burda, pero picazón al fin y al cabo. El naturismo evapora el morbo primitivo de Porno y la trémula exaltación de Eros. No entiende que los genitales desboquen los instintos; mucho menos que un muslo, un omoplato o una línea de la espalda desquicien la imaginación. El naturismo va en contra del pudor, justo el sentimiento que en Occidente sacraliza el cuerpo. Curiosa paradoja: el pudor cristiano mantiene vivos al pagano Eros y al contemporáneo Porno.
