Con algo de prepotente desafío, lo recomendaba el poeta Vladimir Mayakovski: “Prueben, como yo, a darse la vuelta como un guante y ser todo labios”. La metáfora es inevitablemente seductora. Habla de vivir la vida con pasión y voracidad, saboreándolo todo, sintiéndolo todo, exponiéndose sin defensa a los dulzores y amarguras que produce el roce directo con el mundo. Desde que leí ese verso de La nueve en pantalones, el poema más famoso del futurista ruso, me ha rondado de manera obsesiva. Ser todo labios, exponernos sin reservas, libérrimos, y experimentar con la vida en busca de sensaciones novedosas. Tal vez no haya una frase que resuma con mayor acierto el impulso vitalista que animó a las vanguardias artísticas del siglo XX.
Pero también hay un elemento schopenhaueriano en esa tentativa de darnos la vuelta para mostrar la cara oculta, la verdadera, esa que no es mera proyección de la mente ni una protectora y civilizatoria coraza social. Porque la vida que transcurre a diario mientras trabajamos y nos relacionamos con los otros, envueltos en sedosos rituales y convenciones, tiene un elemento de sueño, como diría Calderón de la Barca, o de tupida y engañosa fachada. A demostrarlo dedicó Borges gran parte de su obra, en especial esos cuentos y poemas de seres soñados por soñadores que también resultaban siendo espejismos. La imagen que proyectamos, esa superficie que llamamos identidad, vendría a ser ilusoria. Por eso en su obra la ficción es un antídoto contra las representaciones que crea nuestra propia mente. Un juego de espejos que pone en evidencia el carácter contingente, gaseoso, de lo que pensamos más sólido y verdadero en nosotros mismos.
Porque quizás lo que somos —eso que los filósofos llaman la cosa en sí— sólo se intuye cuando nos damos la vuelta como un guante. La imagen, ser todo labios, hace referencia directa a los apetitos, hacia el querer; lo que Schopenhauer diría que en realidad somos. Y es que queriendo o deseando tenemos una intuición innegable de nuestra existencia. No pensando en lo que queremos y deseamos, sino lanzándonos como fieras sobre esta o aquella presa. Voluntad sentida, no meditada; impulso ciego que gobierna el cuerpo: eso somos. De ahí la importancia cognitiva del placer y del dolor, de la pasión y la curiosidad, del erotismo y la revolución —como hubiera dicho Octavio Paz—; de ahí la dicha de ser, al fin y al cabo, membrana sensible, porque durante esos momentos de euforia se rasgan las ilusiones y se sabe con corpórea certeza que se es. Antes y después sólo hay ideas, sombras. Siendo todo labios, la evidencia de estar vivos se hace irrefutable.
La poesía es a veces, también, todo labios. Conoce sin concepto y sin representación, sólo con la perspicacia de quien intuye pulsiones y motivos que reverberan en su cuerpo. Por eso es orgánica. Surge del cuerpo y vuelve a él. A través del entendimiento se la puede aprehender y diseccionar, pero el placer que produce —el placer y la revelación— sólo es contundente cuando nos da la vuelta como un guante. Hay que vivir así, con la intensidad de un verso, decía Mayakovsky. Y no puedo no darle la razón, aun sabiendo cuál fue su trágico final.