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Si algo empieza a caracterizar los tiempos que corren es su volatilidad. Todo parece haber llegado para quedarse, y de pronto, cuando menos lo esperamos, la atención mediática está en otra parte y el tema que nos aterrorizaba o ilusionaba parece una cosa del pasado, superada. Entender el presente se está haciendo difícil. Las corrientes ideológicas que entran golpeando fuerte terminan diluyéndose o perdiendo novedad al poco tiempo. Y nada más grave que eso, anquilosarse, dejar de ser trending topic.
Hace sólo cinco años, cuando El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty se convirtió en best seller mundial, parecía que el pensamiento de izquierda volvía como un vendaval a pedirle cuentas al libertinaje financiero que la derecha estimuló y tolero desde los 90, dejando al mundo hundido en una crisis desastrosa. El debate que generó este libro hacía prever un cambio de ciclo. Algo nuevo, una ola de economistas e intelectuales de izquierda que marcarían un nuevo ciclo con enmiendas a un sistema tambaleante y lleno de aventureros irresponsables.
Y bueno, sí, lo que llegó fue nuevo, pero esa novedad no se parecía en nada a las expectativas acrisoladas por la izquierda. Tenía tupé amarillo y piel naranja, y un ideario nacional-populista cuya posibilidad de abrirse campo en los Estados Unidos pos-Obama habría hecho reír a cualquier analista hace cinco años. Trump era el ejemplo evidente de que lo nuevo no era esa izquierda regeneradora, sino una ultraderecha populista con un enorme poder de seducción en sectores desafectos con la política progresista de gente con títulos universitarios y gustos indies.
Volatilidad. Todo lo que llega pierde fuelle, y lo que llega no siempre es lo que se espera. En España, hasta hace sólo tres o cuatro años, la nueva izquierda encarnada en Podemos parecía ser la fuerza política llamada a revolucionarlo todo. Hoy, lo único que preocupa a los analistas es el número de escaños que obtendrá la ultraderecha de Vox, un partido que hace tres meses era invisible, en las próximas elecciones generales. Entre diciembre de 2018 y febrero de este año, Íñigo Errejón saldó cuentas personales con Pablo Iglesias, dio un portazo y cambió de partido, dejando a Podemos desarticulado y perplejo. Mientras tanto, el altoparlante de algún medio sensacionalista le permitía a Vox imponer el fondo y la forma del debate público. Ahora la izquierda parece un hormiguero recién destruido —nadie sabe a quién seguir— y la derecha, una carrera de medio fondo con una liebre infiltrada, en la que todos siguen al puntero que aceleró el paso al extremismo.
Predecir es hoy un pasatiempo inútil. Los partidos que han agitado el resentimiento del nosotros contra ellos, o el chovinismo patriotero, han acariciado el poder en tiempo récord. Pero una vez ahí, ¿cómo mantener calientes a los medios y a las redes? Nada es novedad ni escándalo permanente. Corrido el tiempo, hasta el asalto al cielo se hace rutina. Y no hay nada menos mediático. Los espectadores-votantes queremos épica, noticieros y tertulias que pongan los pelos de punta, que hagan reportería al pie del apocalipsis. Tal vez eso sea parte del problema. La volatilidad es mala para la política pero buena para los medios: siempre hay novedad, siempre hay morbo. Nada mejor para alimentar la audiencia.
