Un paseo por los palacios y las catacumbas de una dictadura

Carlos Granés
30 de agosto de 2019 - 05:00 a. m.
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Aprovechando un viaje de descanso en el que tendría muchas horas libres, metí en la maleta dos libros; en realidad, dos mamotretos de casi 700 páginas, de esos para los que es difícil sacar tiempo en medio de la rutina diaria. Uno era un clásico del boom latinoamericano, Yo el Supremo, del paraguayo Augusto Roa Bastos; el otro era una novela reciente, Vivir abajo, de Gustavo Faverón, escritor peruano. Los metí en la mochila por motivos muy distintos. A Roa Bastos, porque estaba escribiendo sobre la política y la cultura de Paraguay; a Faverón, porque lo oí hablar de su novela en un congreso y me picó la curiosidad. Lo que no imaginé es que las dos novelas fueran una misma, o que las dos novelas hablaran de lo mismo, o más exactamente que las dos novelas ofrecieran una visión del mismo fenómeno —el poder dictatorial en Paraguay y la locura que engendra la autocracia— desde lugares o arquitecturas distintas.

Porque pasando de Yo el Supremo a Vivir abajo también estaba pasando del palacio y de las instituciones públicas donde gobernó el doctor Francia, el déspota ilustrado que aisló a Paraguay del resto del mundo entre 1814 y 1840, a las prisiones clandestinas de Alfredo Stroessner, el dictador que se mantuvo en el poder entre 1954 y 1989 reivindicando el legado nacionalista de Francia. En la primera novela veía, por decirlo así, la superficie del poder, con sus protagonistas expuestos a plena luz del día, escribiendo la historia oficial de una nación, dirigiendo los destinos de un país; en la segunda me topaba con los torturadores psicopáticos, los carceleros violadores y los trastornados que no pueden no hacer el mal que engendra una dictadura.

Juntas mostraban un escenario simétrico: el dictador que vive arriba, y el torturador y su víctima, que malviven abajo. Reverso y anverso de una misma historia latinoamericana. Una ofrecía un diagnóstico público e histórico, casi solemne —aunque la novela de Roa Bastos es muy juguetona— de lo que había sido la dictadura del doctor Francia, mientras que la otra daba el testimonio turbio, enfermo y desquiciado del efecto de la violencia en los personajes anónimos. Ambas hablaban del mal. La primera, desde la cordura de quien firma una condena que sentencia a muerte al enemigo; la segunda, desde la demencia incontenible de quien busca una venganza abstracta e inapelable.

Leyendo estas dos novelas, también vi con claridad el impacto que tuvo el chileno Roberto Bolaño en las letras latinoamericanas. Si los escritores del boom se obsesionaron con las figuras históricas, esos dictadores, revolucionarios y prohombres que influyeron o padecieron la Historia, Bolaño se interesó por los inadaptados que surgen en las catacumbas de la sociedad moderna. No les dio protagonismo a héroes o antihéroes, se los dio a seres marginales y malditos, que no figuran más que en expedientes secretos o en la memoria selectiva de unos pocos iluminados. Bolaño amplió los lugares de búsqueda y los registros literarios. Destapó las alcantarillas, legitimó el uso de la historia truculenta y el delirio de serie B. Y detrás han venido autores como Faverón, retratando submundos violentos y febriles que completan el fresco de lo que ha sido la locura ideológica en América Latina.

 

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