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La noticia de que Cuba y Estados Unidos descongelarían la tensa relación que había viciado la política latinoamericana de los últimos cincuenta años despertó grandes ilusiones dentro y fuera de la isla.
¿Supondría ese giro político una apertura del régimen? ¿Vendría acompañada de libertad de expresión y respeto por los derechos humanos? Pues bien, para encontrar respuesta a estas preguntas, la artista Tania Bruguera se propuso hacer su performance El susurro de Tatlin, ya no en el centro Wilfredo Lam, como había hecho en 2009, sino en la Plaza de la Revolución de La Habana. Allí, Bruguera pretendía poner un micrófono para que cualquiera, durante un minuto, tomara la palabra y expresara sus opiniones. Digo pretendía, porque antes de que empezara la performance, tanto ella como las personas que la acompañaban fueron detenidas. Entre el 30 de diciembre y el 2 de enero de 2015, acusada de “resistencia e incitación al desorden público”, Bruguera fue apresada y liberada tres veces, la última gracias a una carta firmada por 900 artistas que denunciaban su reclusión arbitraria.
Más allá de comprobar lo que parecía obvio —que los Castro van a seguir asfixiando a los librepensadores hasta que una mayoría se rebele—, la obra de Bruguera servía para ver la utilidad política del arte. Digámoslo sin reservas: su performance habría sido una acción tonta de haberse planeado en una sociedad abierta. En Alemania, Japón o Uruguay, un micrófono en una plaza no sería más que una ocurrencia inocua. En Cuba, sin embargo, incitar a las personas a que opinen y expresen sus ideas supone desafiar a un gobierno que persigue y repudia a sus opositores. Con su obra, la artista estaba poniendo contra la pared a Raúl Castro. Si permitía la performance, de manera indirecta estaba abriendo espacios para la libertad de expresión, un derecho incompatible con el mito, el silencio y el miedo que han mantenido en pie al régimen. Prohibiéndola, le confirmaba al mundo que en Cuba la gente no puede decir lo que piensa, lo cual, como mínimo, hace que uno se pregunte de qué sirve entonces una educación tan buena.
La obra de Bruguera también muestra que la lucha política del arte, la que de verdad sabe y puede dar, tiene como meta la libertad individual. El arte es crítico y desafiante cuando golpea las zonas donde la cerrazón del poder busca uniformar la sociedad a través del miedo o la presión colectiva. Es cierto que en ocasiones, cuando muestra el sufrimiento ajeno, el arte puede despertar la solidaridad. Pero por lo general el periodismo y la literatura hacen esto bastante mejor. Aquello en lo que el arte —y sobre todo la performance— no tiene rival, es moviéndose donde se espera quietud y diciendo no donde se espera que se diga sí. Eso también explica la difícil situación de estas prácticas contemporáneas. En las sociedades abiertas, los gestos osados que nadie prohíbe y que con suerte desafían algún tabú se convierten en vanos intentos de llamar la atención mediática. Aunque no tiene poder, el arte puede desafiar al poder. Ese, paradójicamente, es su poder. El problema es que para eso, además de osado, hay que ser valiente, y por eso, al igual que en la anterior, termino esta columna pensando en Jaime Garzón.
