HACE CASI TRES LUSTROS, CUANDO se hizo la primera clonación en animales y se habló de la posibilidad de extenderla a los seres humanos, se desató una polémica de los mil demonios en la que participaron los científicos, la Iglesia, los políticos, los intelectuales, los ecologistas, los gnósticos, los devotos, los ateos, los niños con alto coeficiente de inteligencia, en fin, los guerrilleros, los paramilitares y todo el que vio en aquel procedimiento revolucionario un paso avanzadísimo en relación con la vida y las formas de facilitarla.
Famosa fue la ovejita Dolly, que se convirtió en un personaje tan importante como Bill Clinton o Boris Yeltsin. En muchas páginas de muchos periódicos salían los tres juntos y copaban la atención mundial. Eso sí, Yeltsin sin la botella de vodka, Clinton sin Mónica Lewinsky y Dolly sin Andrés Felipe Arias, otro clon al que todavía no se le había dado la divulgación necesaria por razones obvias: su destino era ser un gallito kirikikí tapado para el año 2010.
Ahora, en plena recesión, una pareja norteamericana pagó US$155.000 por un clon de su perro labrador, muerto en 2008, con el fin de tener el retrato vivo del animal que quisieron y mimaron por largo tiempo. Si Edgar y Nina Otto podían proporcionarse ese gusto, ¿por qué no pagar por él? Pues sí, se decidieron y aprovecharon que Lou Harton, un tipo enloquecido con el éxito de Dolly, había comprado la licencia mundial para la clonación de perros y gatos, y le pidieron que copiara a su difunta mascota sin pretender con el nuevo éxito otra licencia para una empresa de chance en Boca Ratón, su lugar de residencia.
El último sábado los vimos orgullosos, en la página 1-23 de El Tiempo, juntos y risueños. A Nina con la foto del perro muerto y a Edgar con el nuevo ejemplar de 17 semanas en sus brazos, gracias al material genético que habían congelado y que le suministraron a BioArts para que lo implantara en una hembra de buena entraña. Ya no se cambian por nada. Hicieron historia, ya que su Lancelot es el primer perro clonado a pedido de terceros y no han pensado obsequiárselo a la hija menor de Barack Obama.
Pero Andrés Felipe Arias tiene un problema serio por ser ministro de Agricultura: ¿es Dolly o Lancelot? Por su cargo, debería escoger el seudónimo de Dolly, pero, por su género masculino, el de Lancelot. Sin embargo, su posición frente a su jefe le facilita las cosas, porque ante éste se ha comportado como una ovejita mansa y obediente, so pena de perder el guiño que ha creído posible para ser candidato. Y ante los demás, especialmente los congresistas del Polo Democrático y de Cambio Radical, sus ladridos resuenan para que se sepa que su clonación, que se produjo sin células somáticas ni licencia, es perfecta.
Discrepo de quienes atribuyen la mansedumbre y la obediencia de Andrés Felipe con su jefe a un experimento de clonación como el que probaron en ranas los británicos Briggs y King, en la década de los cincuenta. Lo veo más próximo a la tesis de quienes lo ubican en la colección de sapos con espuelas (Xenopus laevi) que logró Gurdon, en la de los setenta. Bien afiladas las tiene desde que en una de las últimas encuestas es el precandidato conservador con más alto porcentaje de popularidad, a pesar de su antipatía y su prepotencia.