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Las nuevas esclusas panameñas

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Carlos Villalba Bustillo
28 de junio de 2016 - 07:59 p. m.
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Ningún acontecimiento extraordinario tuvo tanta repercusión, en la América Latina de los siglos XIX y XX, como el accidentado e indispensable Canal de Panamá.

Intrigas endemoniadas, dinero a chorros, prensa desplegada, ambiciones desaforadas, gobiernos expansionistas presionando, villanos medrando a su alrededor y sabios de la ingeniería, se juntaron en aquel proceso tormentoso que culminó en una obra que unió los dos desnivelados océanos que bañan a Colombia.

Un buen día, uno de los presidentes panameños se atrevió a decirles a los gringos —dueños y señores del canal desde 1914— que le reconocieran a su país soberanía y propiedad sobre la histórica zona. Fue el general Ómar Torrijos, un dictador de rara estirpe que halló en su colega americano, Jimmy Carter, el interlocutor que comprendería la justicia de su reclamo por ser, él también, una figura diferenciada de la hilera tradicional de los mandatarios estadounidenses.

En 1999 se produjo la devolución del canal y los panameños demostraron que no sólo podían administrarlo con eficiencia igual, sino que podían readecuar sus instalaciones para el tránsito de las moles flotantes que los astilleros del mundo echaban a los mares. La dinámica de la economía global no pedía permiso y la ampliación del canal constituía una necesidad inaplazable.

De modo que otro Torrijos, Martín, hijo del general, pero elegido democráticamente por sus conciudadanos, se le midió a la ampliación de la vía interoceánica y dejó todo en regla para agregarle a la estructura canalera un carril de 348 metros longitudinales, 16 compuertas (ocho en cada océano) y un sofisticado mecanismo de operación que metieron a Panamá en la era de la hipermodernidad. Menos brioso que su progenitor, Martín Torrijos se limitó a obrar conforme lo aconsejaban las metas del proyecto y su viabilidad financiera. No se aventuró a preguntar cuántas torres Eiffel se levantarían con el mismo hormigón.

El domingo 26 de junio se vieron los resultados del nuevo hito, a los nueve años cabales de haberse iniciado unos trabajos que costaron US$5.450 millones. Aparte de que ya no había epidemias y calamidades atravesadas en su ejecución, la ciencia y la tecnología jugaron su papel para que buques que transportan hasta 14.000 contenedores vayan y vuelvan, y permitan, de un año para otro, incrementar en 40 millones de toneladas los volúmenes de carga movilizada, con su consiguiente reflejo en unos ingresos que no imaginaron Ferdinand de Lesseps, Theodore Roosevelt y Philippe Buneau-Varilla.

Conocidas las dimensiones de lo que se dio al servicio el pasado domingo, como que no andaban tan despistados los colombianos que en 1863 propusieron, en plena efervescencia radical, con el general Mosquera a bordo, trasladar la capital de Bogotá a Panamá, pese a las incógnitas que suscitaba un salto tan audaz y peligroso, con la sombra de la Doctrina Monroe encima, y un imperio en gestación con césares alebrestados. Panamá tenía el futuro que su ubicación en el continente le auguraba.

Bien, en consecuencia, por la hermana menor que el presidente López Michelsen —que tan decisivo fue en la suscripción del tratado Torrijos-Carter— nos pidió a sus compatriotas que respaldáramos entonces y ahora, entre otras cosas porque nos mantuvo el privilegio de tránsito de nuestras naves de guerra, el cual valoramos mejor desde cuando se construyó la Base Naval de Málaga en la administración de Belisario Betancur.

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