Si algo fortaleció al sistema político norteamericano fue la conciencia que tuvieron los dirigentes de sus partidos sobre el valor de sus instituciones y la prevalencia de su democracia sobre los intereses partidistas y los individuales de cada ciudadano.
Lo que observó Alexis de Tocqueville se mantuvo vigente mucho tiempo y, por lo mismo, la oposición, si era mayoritaria en el Congreso, reconocía límites en las prioridades de la Federación.
Esa tradición la rompieron los republicanos cuando se eligió al primer presidente negro de los Estados Unidos, porque cambiaron la normalidad institucional por el bloqueo sistemático a todas las iniciativas del gobierno, independientemente de que convinieran al pueblo norteamericano. Sumaron racismo y sectarismo con el fin de que el órgano Ejecutivo no mostrara realizaciones en promesas de campaña como el estatus de los inmigrantes, el retiro de tropas de Afganistán e Irak, la reducción del desempleo y una recomposición del aparato productivo.
Esa estrategia impuesta por el Tea Party quebró en pedazos la unidad de los republicanos. Su costo lo pagarían los bloqueadores, no el bloqueado, y el corolario fue el fenómeno Trump, un exdemócrata sin convicciones que, a base de blasfemar al gusto de la galería, estremeció al establecimiento de su nuevo partido a falta de otro aspirante de peso que lo contrarrestara. Todo esto explica por qué los votantes se han alejado de la cúpula republicana, es decir, de sus líderes y de sus cuadros.
Con el ascenso de Trump quedó al descubierto la desconexión entre la línea de mando de la élite republicana y los electores que en las primarias votaron por un empresario recién llegado, sin antecedentes ni méritos políticos, que decía lo que a mucha gente le gusta oír en una campaña tan novedosa como inusitada por las sorpresas que iba deparando. Les importó una higa, incluyendo a muchos hispanos, que el precandidato propusiera lo imposible de hacer con tal de treparlo por encima de unos organismos de dirección aislados de sus responsabilidades políticas.
Por el lado de los demócratas, la unidad tampoco esplende, pues la base juvenil marcó distancia, desde el arranque, de la vieja guardia del partido, de la cual la señora Clinton es figura prominente. Una alerta que habrá de tener en cuenta su equipo de campaña después de la convención para evitar un fiasco el 8 de noviembre. Los seguidores de Sanders interpretaron bien el fenómeno y por eso, pese a su inferioridad en el número de delegados, insistieron en consolidar una fuerza que, en caso de agrietarse más las divisiones y agravarse los desencantos con Trump y Hillary, pudiera alzarse como opción independiente.
Ahora bien: Clinton y Trump se impusieron en las primarias, pero, paradójicamente, llevan a cuestas un pesado fardo de desaprobación entre los gringos del común. En cambio, la aprobación de Sanders es impresionante. Esto indica que lo que se conoció como disciplina partidista puede resquebrajarse en la eventualidad de que Sanders sea, en abono de sus ideas, leal a los rebeldes que vienen ofreciéndole una oportunidad por dentro o por fuera de las maquinarias tradicionales.
Ante la imposibilidad de saber cuántos republicanos, cuántos demócratas de centro y cuántos de derecha moderada –que los hay– pudieran votar por un socialista sin escondites ideológicos, Sanders pensaría, más de una vez, en el intento de romperle el espinazo al bipartidismo arraigado de su nación. Parecería que su permanencia en el forcejeo con su oponente fuera una táctica que le revele el apoyo con que contaría, pero nada se lo garantiza en la segunda etapa de una competición salida de las reglas convencionales. Haría historia con solo aparejar en votos a los candidatos oficiales. ¿Cruzará el Rubicón?
De ahí que de julio a noviembre, Clinton y Trump tengan que ingeniárselas para reunificar lo que tienen dividido y flaqueando cada día más ante el descuadre de una población abatida por terremotos financieros que la pusieron, como Bush en su segundo período, al borde de la desintegración. Nada expedito será convencer, por consiguiente, a los remisos que sólo se deciden al final de la carrera para que salgan a votar. Ha repuntado el empleo, ciertamente, pero los residuos del colapso de 2008 en la producción y el comercio internacional estrangulan aún a las clases media y popular.
Razón tiene Martín Wolf, columnista del Financial Times, al decir que buena parte de lo que ha sucedido es lo correcto, y que estuvo bien que nada ni nadie lo hubiera evitado. Como en el resto del mundo, la política norteamericana ha perdido calidad, y sus jefes, liderazgo. La dinámica social les cambió el mapa y los tiene desconcertados y aturdidos, aferrados sin visión a los viejos moldes del proselitismo. Los reveses económicos agotaron la confianza del ciudadano raso en las viejas fortalezas del burro y el elefante, y en tanto la iliquidez persista la inconformidad no mermará.
Se barrunta que Trump preferirá arremeter contra el programa de Hillary Clinton a formular propuestas claras sobre el suyo. Es lo más cómodo para un hombre de su mentalidad y sus extravagancias. La señora, por su parte, hará exactamente lo contrario, en vista de que es mucho lo que hay que decir sobre el desarme nuclear, el Estado Islámico, la crisis en el Medio Oriente, las relaciones con la Unión Europea, los oprobios en Siria, los bajonazos del PIB en América Latina y, claro, sobre los inmigrantes ilegales, el empleo doméstico, las fieras voraces de Wall Street, la incontenida deuda externa, los acercamientos con Cuba, los problemas fronterizos con México y la política antinarcóticos. Si lo hace bien podría reducir su desgaste.
El futuro de la política en los Estados Unidos no es previsible. Allá mismo se presiente que cualquier cosa puede suceder, y el tamaño de la incertidumbre agiganta los retos por sortear. Agobia el riesgo de que un tupé resulte más convincente, para el pueblo de la primera potencia del mundo, que las neuronas de la cabeza que lo sostiene.