Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Como suele decirse cada vez que se elude la verdad, la enfermedad no está en las sábanas. Es lo que sucede con el cuento de que la economía no crece más por culpa del Banco de la República; por el contrario, su Junta Directiva cumple cabalmente su deber al velar por la preservación del poder adquisitivo de la moneda, la condición sine qua non de la sostenibilidad del crecimiento, a fin de que este, desde el ángulo macroeconómico, se pueda verter en bienestar general sin exclusiones.
Más bien, el pecado original proviene del improvidente manejo de las finanzas públicas, que es la raíz del problema. En tanto que la solución de fondo debe comenzar por una profunda cirugía de la arquitectura organizacional del Estado.
El incremento incesante del tamaño de la burocracia a costa de la inversión, que constituye la principal fuente de presión sobre la demanda, por encima de la oferta y el PIB potencial, nutre a su turno a la inflación. Y, por tanto, lejos de facilitar el relajamiento de la postura restrictiva de la política monetaria, podría conducir hacia su endurecimiento. Esto es, al aumento de la tasa de interés de referencia del Banco.
Mucho se habla, con razón, de la inflexibilidad del gasto público, en buena medida debido a su indexación, atada al índice de precios al consumidor y al salario mínimo.
Así las cosas, la respuesta no puede ser otra que la supresión del parasitismo institucional encarnado en un sinnúmero de agencias oficiales, especialmente en el ámbito regulatorio, como las encargadas de las licencias de funcionamiento de todo tipo de emprendimientos: superintendencias por doquier, viceministerios de diversa índole, asesores y consejerías especiales, organismos autónomos regionales compitiendo con ministerios como los del Medio Ambiente y Agricultura, notarías, contralorías departamentales, ejércitos de escoltas protectores de delincuentes, cientos de supuestos gestores de paz (antes gestores de guerra); la JEP, altar de la impunidad, y ministerios tan inútiles como el de la Igualdad; cuya justificación yace en el sostén de clientelas y cuotas políticas e influenciadores electorales de toda clase.
Las salidas no pueden seguir siendo las recurrentes reformas tributarias cada año o año y medio, ahora con el disfraz de nombres como leyes de financiamiento, de naturaleza meramente coyuntural, las cuales cada vez ahogan más la iniciativa privada, que es donde se halla el cimiento y la base real de los contribuyentes.
A fin de conjurar el déficit fiscal, que va camino del 8 % —el más alto del último siglo—, resulta imprescindible y apremiante aplicarle la motosierra al Estado, en vez de seguir sepultando a la verdadera fuerza del desarrollo, que es el sector privado.
Y, de otra parte, equilibrar las cargas tributarias, aliviando las que gravitan sobre las fuentes del empleo productivo, e incorporando a su cobertura a la mayoritaria proporción de personas naturales actualmente inmersa en la informalidad y la evasión.
Como predicó desde la academia el eminente economista Hyman Minsky (1919-96), el nirvana o ideal fiscal de una nación próspera, sostenible y equitativa debería ser una tributación más concentrada en las personas naturales, no en las empresas. De suerte que, en vez de castigar la generación de empleo, se incentive la reinversión de sus utilidades en la ampliación de su capacidad de albergar más ocupación formal.
* Excodirector del Banco de la República y Ecopetrol y exministro de Agricultura.
