Fue el día 6 de noviembre de 1985, la nefanda fecha en que se colmó la infamia y se entronizó la impunidad con la toma del Palacio de la Justicia. El día en que se jodió Colombia.
Qué flaca es la memoria. A partir de entonces, los verdaderos defensores de la democracia liberal y las libertades en el cadalso o injustamente ante los tribunales. O en unidades de cuidados intensivos, como hoy Miguel Uribe, un promisorio estadista. O en las tumbas: Guillermo Cano el 17 diciembre de 1986, Luis Carlos Galán el 18 de agosto de 1989, Bernardo Jaramillo el 22 de marzo de 1990, Carlos Pizarro el 26 de abril de 1990, Álvaro Gómez el 2 de noviembre de 1995, entre muchos otros.
Como si fuera poco, ahora nos persigue la pretensión absurda de sepultar el ordenamiento jurídico acordado de manera pacífica y civilizada como nunca en la asamblea constituyente de 1991, un consenso nacional genuinamente plural sin precedentes en el devenir de la República, con la representación de todos los sectores políticos, étnicos, sociales, regionales, de género, sin exclusión alguna.
La consigna del gobierno del cambio, paseándose por encima de la Constitución y las leyes, es: si el Congreso, o las altas Cortes, o la autoridad monetaria independiente, o la Regla Fiscal y su comité autónomo, o los gobernadores y alcaldes, o las Fuerzas Militares y de Policía, se interponen en su marcha, pues hay que arrasar con toda esa robusta institucionalidad para darle paso a la autocracia mediante artificiosas ‘cláusulas de escape’ sin justificación normativa alguna.
¿Cuál izquierda democrática? Nada más alejado de ese ideario, que de ninguna manera es de por sí de naturaleza subversiva contra el Estado de derecho. Por el contrario, resulta esencial para su correcto funcionamiento y una buena gobernanza.
En vez de ello, se trata de un estatismo a ultranza haciendo añicos la iniciativa privada, con el costo más descomunal que hayamos tenido en términos fiscales, sociales y reputacionales, y que desgraciadamente tendrán que pagar las siguientes generaciones.
Una Colombia con sus finanzas públicas hipotecadas; el explosivo incremento del endeudamiento superando con creces nuestra capacidad de atenderlo; un déficit insostenible que va camino del ocho por ciento del producto interno bruto, consecuencia del desbordamiento del gasto sobre los ingresos y de la corrupción rampante; el marchitamiento de la inversión causado por el colapso de la confianza de los agentes económicos, motor insustituible del crecimiento y la generación de empleo; y su elemento conexo y determinante, que emana de la inseguridad personal y jurídica sobre derechos sagrados y fundamentales como son la vida, la libertad y la propiedad, entre muchas otras fracturas de la institucionalidad, constituyen la más severa amenaza contemporánea contra nuestra viabilidad como Nación.
El amorcillamiento de la dirigencia –política, gremial, sindical, empresarial, académica-, o, para decirlo en buen romance, su acomodamiento a los vientos que más soplen bajo la sombra de la complacencia o la complicidad, soslayando los valores que le dieron origen a esta Patria, resultaría imperdonable.
* Ex codirector del Banco de la República.