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Tomemos partido en favor de nuestra fuerza pública. Tomemos partido por los millares de huérfanos y viudas de la violencia. Por los menores reclutados que jamás regresarán a sus hogares y cuya formación como ciudadanos de bien ha sido truncada por siempre. Tomemos partido por la compasión, cuya esencia yace en sentir dolor por el dolor de los semejantes.
La vida es sagrada, por encima de cualquier otra consideración. No puede ser que, como bien me dijo un amigo, líder de una gran cooperativa campesina del departamento del Cauca, unos festejen la muerte de sus contrarios y a la par sólo lamenten la de quienes ven como cercanos.
Es un déficit insondable de compasión. O sea, la indolencia, germen de nuestros males. Fiel reflejo del ‘amorcillamiento’ de la sociedad ante las desgracias de los demás, especialmente de los niños víctimas de violaciones, no sólo de sus cuerpos, sino de su libertad y su dignidad como seres humanos. Su reclutamiento por parte de narcoterroristas para convertirlos en blanco de sus placeres carnales y, a la postre, de escudos humanos no sólo frente a la fuerza pública sino a sus propias familias, que con la comprensible razón que emana de su angustia se levantan contra su accionar, representa el más vil de los delitos entre todos los que existen.
El jurista e investigador pastuso Luis Andrés Fajardo Arturo ha contribuido de manera brillante al esclarecimiento de este flagelo con su revelador libro “Reclutamiento de niños y niñas como crimen internacional de las Farc en Colombia”. Un objetivo, bien fundamentado, y muy útil relato para poder sacudirnos de nuestra indiferencia. Y, a su vez, clamar por una justicia genuina que, por premiar a los criminales, ha transformado su rostro en impunidad pura. Esto es, el insondable déficit de legalidad que a diario nos acosa y nos avergüenza.
Para colmo de estas tragedias, llega el burlesco fallo absolutorio de la JEP a los perpetradores de tales atrocidades sin nombre. Que nadie se sorprenda. El Estado se halla manejado por un personero suyo, portaestandarte de la narcodemocracia. El sueño de Pablo Escobar.
Resulta imperativo desarmar nuestros espíritus a fin de escuchar al prójimo y así dejar sentir en nuestros corazones el amor por el mismo. Se trata, ni más ni menos, de la raíz del humanismo y la espiritualidad que tanto necesitamos y tenemos que ansiar. En suma, del código normativo y rector de la convivencia. De la verdadera y la tan maltratada noción de paz, que, sin vacilación alguna, para que tenga sentido, tiene que comenzar por los niños. No hay camino distinto para enderezar el rumbo que nos está conduciendo hacia el abismo moral.
De otra parte, nos urge como ciudadanos reafirmar las convergencias en materia de principios y valores que iluminen nuestras actuaciones públicas y privadas. Y asimismo tramitar, a través de consensos, nuestras divergencias sobre las rutas que debemos seguir.
Como punto de partida, se impone el rechazo absoluto, total, de todas las formas de violencia. La separación de poderes y la independencia de las altas cortes como ejes de la democracia liberal, la legalidad y la justicia y, en general, del Estado de derecho. La supremacía de las libertades como regla de conducta individual y colectiva. La seguridad jurídica sobre los derechos de propiedad, base del funcionamiento de los mercados y la prosperidad. Y el respeto inquebrantable de la institucionalidad materializada en la joven Constitución de 1991, nuestro supremo pacto social, y en las leyes del Congreso para su cabal desarrollo.
Igualmente, la independencia del banco central y la estricta observancia de la regla fiscal, como soportes infranqueables de la estabilidad macroeconómica de la Nación.
En fin, la superlativa prioridad común no puede ser otra que el cierre de las intolerables brechas sociales en compasión y legalidad. Es la médula de la seguridad nacional.
*Ex codirector del Banco de la República, ex ministro de Agricultura y ex director de Ecopetrol.
