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Ana Karina Soto y Alejandro Aguilar conforman un matrimonio de la farándula colombiana cuyas imágenes íntimas alimentan por estos días el morbo en redes sociales. Al parecer las cámaras de seguridad que habían instalado para protegerse en su casa fueron accedidas por personas delincuentes que podían ver lo que sucedía en su hogar. Se divulgaron de manera no consentida las imágenes íntimas de esta pareja, un delito que se alimenta del morbo social.
La pareja cuenta que se enteró de que su intimidad había sido violentada el 4 de enero cuando recibió por correo electrónico imágenes de ella desnudándose y vistiéndose con el asunto “observándote”. A partir de ese momento, día de por medio recibían más material, incluyendo videos de sus relaciones sexuales. La pareja sospecha que las personas delincuentes vendían el acceso a las cámaras, deciden denunciarlo y hacerlo público para evitar la extorsión.
Por las características de internet, una vez una imagen se viraliza es difícil detenerla, y entre el morbo y los réditos del negocio de imágenes sexuales explícitas en la red, el camino de regreso a la intimidad del hogar es imposible. Pero esto se agudiza con la violencia que genera especialmente contra las mujeres, y no puede ser la excusa para la impunidad o la inacción.
Los videos son vistos por miles de personas y pasarán a circular como imágenes sexualmente explícitas en ese gran mercado digital. Los medios persiguen el clic y se quedan en la noticia de conectar el escándalo a una mujer de farándula, mientras las personas comentan, descalifican y sobre todo la apedrean digitalmente. En general, la culpan a ella de lo sucedido, se concentran en su fama.
Como muestra este caso, estas violencias afectan tanto a hombres como a mujeres, pero se ensañan con ellas y tiene especial impacto cuando tienen perfil público. Esto lo caracterizamos y vimos en el estudio “Periodistas sin acoso: violencia machista contra periodistas y comunicadoras en Colombia”. La reacción virulenta en redes contra la presentadora de televisión Ana Karina Soto nos lo confirma. Nada de esto cambiará si no transformamos la reacción social: la culpabilidad recae sobre quienes cometieron el delito, con la complicidad de las personas que buscan y comparten el material.
Corresponde rodear a la pareja, sobre todo a Ana Karina. Hay que rechazar lo sucedido y denunciar el contenido en las redes sociales. Tenemos que interpelar a quien comparte el material por mensaje directo o en grupos de mensajería instantánea, hablar de la tragedia y no aceptar el chiste.
De otra parte, si el riesgo de sufrir estas violencias se incrementa por la visibilidad que le da a Ana Karina el trabajo que realiza, su empleador y su entorno -los medios-, deben reflexionar sobre cómo actuar (¿tienen protocolos para acompañar a las mujeres en estos casos? ¿Saben cuándo apoyar públicamente o cuándo no porque avivan la violencia?). También la fiscalía y la policía tienen su rol: deben mostrar resultados y aplicar las normas existentes porque esto es un delito incluso si no reclamaron provecho económico a las víctimas.
Que nos quede claro que nadie debería pasar por esto porque puso cámaras de seguridad en su casa. Nadie debe sentirse con el permiso de husmear en la casa de otra persona, incluso si la puerta está abierta. Es decir, la violencia nunca será culpa de quien dejó la puerta abierta, sino de quien decidió entrar o quienes celebraron el hecho.
Sin embargo, es una realidad que la violencia machista que sufrimos en la calle se traslada cada vez más fácilmente a nuestra vida digital. Y que, a veces, ante el silencio de la sociedad y del Estado, nos toca tomar medidas de autocuidado. Así mismo, toca superar la confianza ciega en la tecnología que está caracterizando la sociedad de comienzos del siglo XXI, porque supone grandes riesgos. A medida que dichos riesgos se materializan debemos justificar y replantear el mantra.
Para la mayoría de las personas -me incluyo en este grupo-, es difícil saber cuándo la tecnología que está conectada a internet -sí, todo eso que nos venden como “inteligente”- es realmente seguro, así que desconfíen. Por ejemplo, la pareja contrató una empresa de seguridad y confió en que eso bastaría. Estas empresas deberían no solo hacer un buen trabajo: también tendrían que reconocer y advertir que en todo caso la seguridad digital no es a prueba de bala, es sobre todo una ciencia de gestión del riesgo.
La videovigilancia se nos vende como el efectivo antídoto contra la inseguridad, pero con frecuencia es sobre todo una puerta que se abre fácilmente y no es fácil ver cuando está abierta, como le pasó a esta pareja. Una simple búsqueda en internet muestra cómo periódicamente hay noticias sobre lo vulnerables que son estas cámaras, que facilitan que las personas delincuentes tengan acceso a lo que esos dispositivos ven (a veces incluso a lo que oyen).
Por eso, ante el riesgo de perder el control, vale la pena -con base en la utilidad que las cámaras tienen para usted-, identificar los sitios donde es mejor ubicar la videovigilancia. Por ejemplo, si hay riesgo de accesos ilegales, piense a dónde apunta la cámara en el vestidor, quizá es suficiente con ver quién entra y quién sale de él.
Las cámaras de seguridad son útiles, pero si las miramos con sospecha, veremos los matices, entenderemos los riesgos y buscaremos minimizarlos. Si incluso con todos los cuidados el riesgo se materializa, debemos reclamar el derecho a la intimidad. Precisamente cuando más espacio hay para violar nuestra privacidad, más énfasis debemos poner en defenderla.
Desde el viernes pasado y hasta el momento en que escribo esta columna perdí la cuenta de la cantidad de veces que Ana Karina ha sido tendencia en Twitter. A pesar de esta exposición, no hay un diálogo igualmente público sobre las consecuencias que este tipo de violaciones trae para la vida de una mujer. Intentemos ese ángulo y busquemos otras aproximaciones.
