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LA REVISTA DON JUAN, DE CASA EDItorial El Tiempo, dedicó la portada de su pasada edición a una prostituta que responde al nombre de Fresita y que funciona en el burdel capitalino La Piscina.
Con esa afición colombiana a no llamar las cosas por su nombre, presentaba al personaje como “la reina” de La Piscina. Se trata de un caso particular, en cuanto a soberanas se refiere. Para empezar, esta reina tiene jefe. A través de las palabras de este jefe, el lector se entera de que la reina no es considerada siquiera una mujer, a pesar de sus 24 años, sino una niña: “una niña muy educada (…) no presenta problemas con nadie”. Haciendo eco de esa misma infantilización que despoja de todo poder a una mujer ante los ojos de un hombre, el artículo explica que la prostituta es “buena” pues se pone un pijama rosado y tiene “un zoológico de peluches”.
Con una apabullante falta de criterio —y de imaginación—, el reportero cuenta que la vida de Fresita “no tiene el tinte trágico de las prostitutas. (Ella) compra ropa en los mejores almacenes del norte, tiene carro y apartamento, y gana más que un ejecutivo promedio”. Da a entender que, por estar satisfecha con el precio que otros le han puesto a su vida, la prostituta rica aventaja a la pobre, que presta sus servicios por un precio menor y que, aunque no sale en revistas, quizás tiene la posibilidad de saber que ese precio no es justo.
Criticar el ejercicio de la prostitución no es el asunto de este comentario, y es asunto de Fresita si cree que sus polvos son caros. Pero es asunto mío el hecho de que el diario más prominente de mi país pretenda tener alguna autoridad cuando su revista hace ostentosamente la vista gorda ante la explotación de mujeres y omite comentar que los propietarios de los burdeles no son las prostitutas. Y también es asunto mío ver que la mayoría de la sociedad bogotana, desangrada por la corrupción y la venalidad, aprueba La Piscina por el simple hecho de que allí se gasta mucho dinero.
Porque ese negocio, que con tal desenfado aparece en la portada de la revista, es un sitio respetable para los bogotanos: una sede de la piscina del Country Club, a donde los burgueses van en gavilla para acostarse con mujeres a quienes no tienen que satisfacer, o para reírse de la cursilería de las mujeres que no son de su clase, o para buscar una pantalla de humillación para el deseo reprimido que sienten unos por los otros. A veces los acompañan sus parejas, quienes, con perpleja imbecilidad y típica mentalidad de prisioneras, se sienten “liberadas” al aprobar el cautiverio de las otras, esperando acaso que su complicidad las haga más interesantes o deseables a los ojos de sus hombres de remotas erecciones.
Pero no sólo frecuentan el burdel los católicos socios del Country. Entre los clientes del burdel también están los bienpensantes del cambio social, que creen que haber renunciado a toda aspiración a la integridad es signo de progreso. Se rasgan las vestiduras por el desplazamiento de campesinos, pero patrocinan la explotación sexual de las hijas de los campesinos desplazados. Critican la cultura del dinero fácil, pero van tras la inversión del narcotraficante que pagó la cirugía plástica de la muchacha a quien manosean.
Deploran el hecho de que se ponga precio a la cabeza de los opositores del régimen, pero eligen ignorar que hay una línea directa entre vender la vida de una mujer y comprar la muerte de cualquiera. No ven las conexiones obvias entre corrupción y corrupción, entre explotación y explotación. O las ven y no lo dicen, no va y sea que alguien los tache de moralistas (o de maricas). Algunos de ellos incluso se declaran socialistas, pero evitan leer lo que escribieron Marx y Engels sobre la prostitución, no va y sea que se les agüe la fiesta de La Piscina. Tiene razón el reportero de Don Juan al decir que Fresita no es un personaje de tragedia; es un personaje de comedia, en un país en el que los signos de una sociedad puteada se han convertido, por arte de mafia, en “divertidos”.
