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DESDE EL TRIUNFO APABULLANTE del candidato Juan Manuel Santos hace cinco días (escribo esto el viernes), no he hecho más que imaginar palabras con las que airar y airear mi rabia en esta presuntuosa columna quincenal.
Por cada día que ha pasado desde el domingo electoral he concebido una versión de la columna. La primera empezaba diciendo “no hay nación, no hay sujetos, no hay significados” (y ahí, como es de esperar, también terminaba). El martes me recité mentalmente la trama de Las almas muertas de Gogol: Chichikov recorre Rusia comprando siervos muertos que constan en registros de terratenientes, para poner bajo su dominio una población inexistente cuyo acopio lo hará parecer un príncipe. La tercera versión, que imaginé el miércoles, más o menos reseñaba las teorías de Franz Fanon: hablaba de por qué el marginado se pone la máscara de su amo; del desprecio que los sometidos sienten por sí mismos y que se constituye en herramienta de la dominación de que son víctimas. Esta versión iba ilustrada con la foto del mestizo Angelino Garzón —otrora vicepresidente de la asesinada UP y ahora vicepresidente de la derecha— abrazando a su pálido patrón, quien sólo al final de su discurso triunfal del domingo, con ademán perdonavidas y como quien llama a su criado, lo invitó a compartir el escenario de los ganadores. Al hilo de esa imagen, mi texto deploraría el miedo o la vergüenza que lleva a los colombianos a acompañar a quien manifiestamente les tiene asco.
La columna que pensé ayer jueves empezaba repitiendo la única frase que pronunció Santos durante su campaña electoral: “seguridad democrática”. A fuerza de conjurarla, me pareció comprender que la promesa de seguridad no es atractiva porque garantice la integridad personal de los colombianos o muestre una esperanza de paz sino porque da a quienes la reciben la tranquilidad de creer que podrán seguir a salvo de su intelecto o su falta de él, a salvo de su conciencia y su inconsciencia. La mutua adjetivación de la democracia y la seguridad evita que nos cuestionemos sobre la existencia de la democracia y que pensemos en la precariedad de la seguridad social en el país, mientras nos sustrae al dolor de examinar nuestras inseguridades —nuestros complejos— nacionales e individuales. Al final de ese cuarto día recordé que ya el repertorio de Santos tenía un segundo lema para apuntalarnos en la pasividad y la indiferencia: “unidad nacional”.
Sorteé la semana de rabia vislumbrando lo que podría escribir y sin escribir, con la seguridad —democrática— de que opinar es un gesto de presunción en un país que demostró, con el triunfo del único candidato a la presidencia que nunca explicó ni expuso nada, que los actos discursivos no conducen a la comprensión ni a la toma ponderada de decisiones. Lo que diga un político —o un periodista o un activista— se integra simplemente a la inconsecuente banda sonora que acompaña la imagen de una fila que crece mientras avanza, una fila de miserables que votan para hacer constar que aceptan su miseria: para decir callados que lo que les ha tocado les ha de seguir tocando, así sea sopa o paramilitarismo o asistencialismo o corrupción o violación de la soberanía de un país vecino o desplazamiento o vallenato o desaparición forzada o exclusión social. Porque ninguno de esos términos tiene significado en Colombia (salvo, sí, “vallenato”). Porque las palabras no son más que ruido de fondo, y entonces uno se pregunta si entre las columnas que oye en su cabeza y que podría escribir para que de todas maneras no importe, no habrá una que reconozca que, cuando el discurso se ha exterminado de la cosa pública, la violencia es inevitable —la violencia que la seguridad democrática no escucha ni entiende pero tampoco detiene—.
