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Mientras leía Siete años secuestrado por las Farc, el testimonio de Luis Eladio Pérez recogido por Darío Arizmendi, encontré en el último número de la revista Harper’s unos apartes del diario que Werner Herzog escribió en la selva amazónica entre 1980 y 1981.
“La selva es obscena”, escribe Herzog. “Las voces en la selva son silenciosas; nada se mueve ni se conmueve, y hay una ira lánguida e inmóvil suspendida por encima de todo (…) Todo en mí se está pudriendo con la humedad. Agradecería que fueran sólo sueños lo que me atormenta (…) Esta mañana al despertar sentí un terror que nunca había sentido: estaba totalmente desprovisto de sentimiento (…) No quedaba nada, nada, y yo había quedado como una armadura sin un caballero adentro”.
Herzog había ido allí para rodar Fitzcarraldo, cuyo protagonista decide llevar a cabo el sueño alucinado de construir un teatro de ópera en la selva suramericana. Al recuerdo de la película se han asociado, en mi memoria, algunas de las imágenes del absurdo que el libro de Pérez contiene: el pan que se hacía en la panadería del campamento de Martín Sombra y que el panadero teñía de verde con anilina; el Diccionario enciclopédico que los guerrilleros le dieron y luego le quitaron a Ingrid Betancourt, y sobre el que habrá crecido el musgo y habrán prosperado las orugas en ese mundo donde, en palabras de Herzog, vive “un parásito en otro parásito en otro parásito”.
Quisiera asomarme a la misteriosa profundidad que entraña la contraposición que hace el testimonio de Pérez entre “la selva” y “la realidad”. Pienso en la contundencia de la figura de la putrefacción del cuerpo humano en medio de una naturaleza a la vez inhóspita y demasiado viva; en la oscuridad constante, en los ruidos horríficos del bosque, en las conversaciones del secuestrado con los árboles, en la manera como los cautivos adquieren el olor y el color de la selva; en la naturaleza impenetrable e ilimitada como escenario de la insensibilización.
Pero sobre todo, me intriga que, al leer Siete años secuestrado por las FARC, el lector no entiende cómo pasa el tiempo a través de la experiencia, y se encuentra ante una especie de narrativa sin trayecto. En relación con ese tiempo que borra sus propias huellas, recuerdo la historia de los diarios que Luis Eladio Pérez y los otros secuestrados escribían y que eran sistemáticamente sustraídos por los guardianes; esa literatura colombiana de la selva, que está perdida en la guerra de la selva para siempre.
