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Mal de ojo

Carolina Sanín

18 de junio de 2011 - 08:00 p. m.

PODRÍA HABER UN CONSENSO NA- cional, creo yo, con respecto a que la envidia, que no genera una intención de superación sino autoindulgencia en la frustración, es un factor crucial en nuestro estancamiento cultural.

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Es descorazonador el perceptible afán por demeritar el bien ajeno y amenazante el afán por estropearlo. Además del obvio sabotaje de la maledicencia, hay manifestaciones más sutiles de la envidia que nos han servido para hacer inviable este país, incluso como purgatorio. Una de ellas es el apego al trámite. El que, por ejemplo, haya que dar el número de cédula, una dirección y dos teléfonos para comprar cualquier cosa entraña —no por parte del vendedor sino de algo así como el espíritu colombiano— una rabia hacia la simple posibilidad de que alguien pueda tener algo. Las absurdas prohibiciones nacionales son otro caso: por ejemplo, el que los perros no puedan entrar a ciertos parques públicos. No se trata de que quien prohíbe quiera tener un perro y no pueda; el prohibidor simplemente recela de que el otro tenga su satisfacción en un objeto positivo pues desconfía de los objetos positivos. La belleza, el dinero, el éxito son afrentosos en Colombia. El bello necesariamente debe ser estúpido; el rico, corrupto; el exitoso, superficial. No menos sospechoso que esos bienes es el saber, que cotidianamente se ataca entre nosotros con una estúpida apología de la ignorancia. Al respecto me impresiona la frecuencia con la que los nacionales descalifican productos culturales por complejos o sutiles; el “no entendí nada”, en lugar de una confesión de cortedad intelectual, equivale a un juicio negativo inapelable.

 Casi sin excepción la envidia prevalece en Colombia sobre la admiración. De los que reciben, se envidia al que da, no al que quita. Quién sabe de qué infeliz experiencia de lactancia histórica, para extrapolar la teoría de Melanie Klein, proceda esta característica de la psique colectiva: ¿del trauma colonial, quizás?

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 Los colombianos no perdonan a alguien que les haga ver su mediocridad o su falta de originalidad. Se hace patente la afirmación de Klein con respecto a que toda envidia está, en el fondo, dirigida contra la creatividad. El servilismo, la identificación ambivalente con el patrón, el generalizado anhelo por llegar a ser patrón para obstaculizar procesos ajenos, el apoyo a líderes enérgicos e irracionales con la esperanza de que éstos jodan a los otros, el apoyo a colegas sólo cuando éstos son blancos de críticas, la lambonería y la sobrevaloración patética del acervo folklórico son otros de los corolarios de la envidia criolla.

 Pero de todas las manifestaciones de la envidia, la que más nefasta me parece para nuestra vida intelectual, pues castiga y desincentiva el ejercicio de la crítica, es aquella que procede de aquel que internaliza el objeto persecutorio y lo siente como envidioso debido a la envidia que proyecta en él (para parafrasear nuevamente a Klein). Este temeroso proyectador califica al otro de envidioso y así descalifica permanentemente su mirada. El crítico, cuyo empeño es una labor de gratitud (que es, nuevamente según Klein, lo opuesto de la envidia), es calificado de envidioso por el criticado, y cualquier análisis, sátira o reflexión que produzca es condenada sin juicio y sin análisis.

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Entre nosotros se establece entonces, por temor a ser tildados de envidiosos, el tácito mandato de “hagámonos pasito”. Y entonces, la envidia cumple a cabalidad su función: enturbia y envenena la mirada. Uno recuerda entonces la alegoría de la Envidia que imaginó Giotto en uno de sus frescos de la Capilla de los Scrovegni en Padua: una figura humanoide cuya lengua, convertida en serpiente, le sale de la boca y le muerde el ojo. O quizás se lo lame. Es notable que el envidioso de la alegoría, en lugar de aparecer como desposeído, sostiene una bolsa de dinero en la mano.

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