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ME RESULTA DE LO MÁS DESAGRAdable eso de “conocer gente”. Me refiero a eso de ir a un sitio con disposición para enterarse del nombre de los desconocidos que tengan a bien aparecer por allí, porque sí, porque eso es lo que debe hacer una criatura social bien adaptada.
Me parece que en Nueva York especialmente, a la gente le priva “conocerse”. Será que vivir en la metrópolis es a veces tan artificioso que sentimos la necesidad de comprobar que aquí viven también otros, y que esos otros hablan y no sólo están ahí puestos como los extras en las películas de Nueva York.
Los neoyorquinos van a fiestas en las que no tienen amigos, pero no como en Colombia, para lagartear y beber gratis, ni tampoco necesariamente para buscar con quién acostarse, ni a que les cuenten chismes o aventuras. Van a conocer gente que se parezca a ellos, y a que esa gente los conozca, y a seguir, en fin, iguales a sí mismos. Uno está parado en un rincón, pensando si no será muy grosero irse cinco minutos después de haber llegado a la tal fiesta, cuando ve que se le acerca alguien con una cerveza en la mano, para hablar. Como uno tiene acento extranjero, que se inicie la conversación es fácil: la otra persona le pregunta de dónde es. ¿Y muy mal la cosa en Colombia? Pues sí, ahí va. ¿Y ahora allá es verano? No, es el trópico. Entonces la otra persona pregunta qué haces, y uno contesta soy esto y aquello, como si su puesto equivaliera a su sustancia. Y el resto de la conversación, por supuesto, gira en torno al trabajo. Uno hace cara de que escucha, y mientras tanto se pregunta: ¿por qué no me quedé en mi casa oyendo a los muertos, leyendo por ejemplo a Emily Dickinson, en vez de venir a nada? ¿Cómo estoy perdiendo el tiempo, con tanta encuesta por leer según prescribe A. Gaviria? ¿Qué hago aquí en lugar de estar comiendo faisán, que nunca lo he probado, o hasta boñiga, que tampoco?
El sábado fui a una de esas fiestas, de burgueses profesionales entre los 30 y los 45 y, en el paroxismo de la disfunción social y el tedio, alguien propuso un juego “para conocerse”. Los convidados teníamos que responder a la pregunta “¿Cuándo te sientes más tú mismo?”. El juego suponía que sentirse uno mismo (¿único?, ¿original?, ¿fijo y parejo?) era muy bueno, y que todos nos conocíamos a nosotros mismos, como mandaba el oráculo de Delfos. Alguien respondió que cuando cocino, y alguien que en el deporte, y otro que cuando Antonioni. Todos trataban de definirse a través de sus gustos, esa categoría que se ha convertido en la esencia de la vida de los civilizados.
Yo dije —y sonó tan desabrido como ahora— que me sentía más yo misma cuando estaba con una perra salchicha que tengo. Pero más tarde esa noche, cuando volví a ver a Dalia, vi que era lo contrario. Con ella me siento distinta de mí, y no me siento nadie mismo. Ella me mira como creyendo, de siempre a siempre, en todos los humanos. Yo la miro agradeciendo por todos la confianza, como creyendo en Dios. Nunca podré hacerle una pregunta. Y me siento feliz por conocerla, pero me emociona más saber que no la conoceré. Siento que en el misterio de su compañía están cifrados el deseo y la curiosidad que el mundo me despierta.
