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EL LECTOR PERDONARÁ QUE LE escriba una columna que no muerda ni ladre y que le hable de mí cuando estoy en mi casa.
Me he aficionado últimamente a ver, a las 3:00 a.m., el programa Antiques roadshow (“El espectáculo ambulante de las antigüedades”), que pasan por la televisión pública estadounidense. En una fecha convenida, hasta 5.000 personas llevan al centro de convenciones de su ciudad más cercana, para someterlos a avalúo, objetos que tienen en sus casas y cuyo valor supuestamente ignoran. Entre los evaluadores hay etnólogos, críticos de arte, anticuarios. Entre los objetos hay muebles, adornos, utensilios, documentos, ropa.
Cada propietario cuenta una pequeña historia: este reloj de péndulo pertenecía a mis abuelos, y de mi familia sólo yo acepté heredarlo; con este velo se casó mi bisabuela. El especialista descubre de dónde viene y cuándo fue hecho el artículo en cuestión, describe sus materiales y la técnica de su fabricación, trata de adivinar quién lo hizo y estima el precio que podría alcanzar en subasta. Hay personas que llegan con una cómoda que costó 40 dólares y se van sabiendo que cuesta 20.000, mientras otros se enteran de que han sido víctimas de un falsificador.
Aunque el Antiques roadshow me ha enseñado sobre la ebanistería de Kentucky y los bordados funerarios de Rhode Island, es su sentido dramático, más que su función didáctica, lo que me impele a verlo. A través de las entrevistas entre el que posee y el que conoce, que son actos de economía en los que nada se produce y nada cambia de manos, lo doméstico se transforma en público. El dueño quiere enterarse de cuánto vale para “todos” algo que para él tiene el valor de la nostalgia, y quiere decirme a mí, en mi casa, que la intimidad de su casa encierra algo que podría interesarme. Entretanto, los objetos salen del examen siendo los mismos que eran antes. Los miro y me parece como si supieran que con la determinación de su precio y su carácter no se ha revelado su secreto.
Creo que las personas emprenden esta suerte de peregrinaje al programa de televisión en busca de un vínculo concreto que ligue su casa con una tradición, con la historia, con algo noble que exceda el lapso de su vida. Me recuerdan a tantas familias colombianas que cuentan que tuvieron una hacienda extraordinaria, y que un borracho la malbarató hace seis generaciones. Tengo una abuela que dice que desciende de un virrey, pero no sabe de cuál. Es bello el patetismo de lo esnob, y a veces fértil: abonó la obra de Proust.
Me he aficionado al programa mientras preparo una mudanza y compruebo que en mi casa predominan lo barato y lo reciente. En la madrugada, a una hora en que nada parece ser de nadie, miro las antigüedades de la televisión soñando que son mías y buscando en ellas esa mirada brillante que les lanzan los objetos a sus dueños cuando están a punto de extraviárseles (creo haberlo leído en W. Benjamin). Luego recuerdo que esto no es nuevo; en vísperas de mi última mudanza de un país a otro, me hice adicta a las Televentas. Quizás sea que el ilustre pariente que quiero reivindicar, que me vincula a una tierra y que comparto con el lector y con los príncipes, es la televisión.
