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EN LA VITRINA DE UN ALMACÉN DE ropa para mujer, junto a la Plaza de Bolívar, en el centro de Bogotá, hubo hasta esta semana un gran cartel que mostraba la foto de un bebé disfrazado de Adolf Hitler.
Noticias Uno lo contó el domingo por la noche, y este diario le hizo eco al día siguiente. El Espectador tituló: “Polémica en Bogotá por publicidad de bebé disfrazado de nazi”, y el telediario: “Publicidad ofende a víctimas del Holocausto”. El segundo título es incompleto y el primero no es cierto. La foto del bebé disfrazado de genocida no sólo es ofensiva para las víctimas del Holocausto, sino que atenta contra la dignidad de todos los bogotanos y lesiona los derechos de los menores. En cuanto a la polémica, la foto no suscitó ninguna, aparte de los disparates de los foristas que comentaron la nota en su versión on-line.
Me parece superfluo explicar por qué la imagen instiga al odio y a la discriminación, y por qué es evidencia de explotación infantil, y tampoco quiero resumir un posible debate —que habría sido interesante y que no tuvo lugar— entre la libertad de expresión y la legislación que reglamenta la publicidad exterior visual en Colombia. Quisiera en cambio recordar que el insensato cartel, que casi pasó desapercibido, se encuentra en el centro de un país que, siempre fiel a la barbarie, negó refugio (durante el gobierno de Eduardo Santos, tan ponderado últimamente) a las potenciales víctimas de las deportaciones nazis.
Entre los comentarios de los lectores de El Espectador, además de los que insultaban al pueblo judío y los que llamaban la atención sobre una supuesta “falta de sentido del humor” por parte de quienes nos indignábamos por la imagen, preponderaban los que negaban la importancia de la noticia: “Comenten sobre problemas y situaciones relevantes para el país, sean serios”, “Un país de traquetos, putas y bandidos, y se escandalizan por una foto”, “Se escandalizan con una pinche foto, pero de los crímenes del paramilitarismo no dicen ni mierda”. Los autores de los comentarios no eran capaces de ver que la ignorancia del significado de la foto en cuestión es la misma ignorancia que genera indiferencia ante los “traquetos y bandidos” y ante los “crímenes del paramilitarismo”.
El jueves fui al almacén Zaty para ver al bebé nazi que, quién sabe cómo, debía exhortar a las mujeres a comprar ropa. No sólo lo habían retirado sino que habían quitado todas las demás imágenes que antes adornaban la fachada, como para reforzar la idea de que ahí nunca había habido nada raro. Les pregunté a las vendedoras por el cartel. Riendo entre dientes la mentira, dijeron que nunca había estado ahí sino en una fachada más al sur. Caminé en esa dirección. Frente al Palacio de Justicia, el del otro holocausto, encontré una cigarrería llamada “El sanedrín opita”. Crucé la Plaza de Bolívar en dirección a la Fundación Gilberto Alzate Avendaño —la que entrega los premios distritales de literatura—, que lleva el nombre de un ilustre político fascista y admirador de Hitler, y cuya sede, adornada con impresionantes retratos mussolinianos, es financiada por la Alcaldía de Bogotá. A medio camino, un hombre con sombrero de vaquero y banda presidencial recogía firmas para un movimiento llamado “Serecracia”, que, según explicó, era el gobierno de todos los seres. Vendía un manual de comportamiento, ilustrado por imágenes de un perro que paseaba a un hombre de una traílla. Desde el atrio de la Catedral pude ver la pista de hielo que la alcaldía ha elegido extrañamente para celebrar el nacimiento del bebé judío a quien los cristianos creen Dios. Patinaban los bogotanos y se caían bajo la perenne lluvia. Y yo pensé —una vez más— en esa condición que parecen tener los signos en mi ciudad, a la vez congelados y trastabillantes, casi incapaces de transmitir sus significados.
