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HACE UNOS AÑOS VISITÉ UN PAÍS QUE me dio la impresión de ser más desgraciado que Colombia.
Quizás no lo era sino que, con ojos de viaje, yo vi en él la gran ausencia que en el mío me era ya habitual: la falta de un lugar nacional. Sus ciudadanos hablaban español como yo, pero aquellos a quienes conocí en la calle no podían entender construcciones sintácticas mínimamente complejas ni asociar significados con términos distintos de los pocos que usaban mil veces al día. La lengua no era un territorio propio ni público: debido a su ínfimo nivel de educación, sus hablantes estaban desterrados de ella sin tener otra a donde mudarse.
En ese país no me monté en ningún taxi cuyo conductor reconociera los nombres o los números de las calles de su ciudad. Cuando yo le daba una dirección del centro, el taxista preguntaba: “¿Eso cerca de qué queda?”. Yo buscaba en mi mapa un punto de referencia: “Queda cerca de la plaza tal, de la fortaleza tal”. El taxista volvía a preguntar: “¿Y eso junto a qué está?”. Me quedaba la sensación de que él y yo no estábamos en parte alguna sino que coincidíamos en el escenario de un sueño. Se me ocurría que la señal a la que debía remitirme era un dato personal, el nombre de alguien conocido; quizás el taxista esperaba que yo le dijera algo así como que el sitio que buscaba estaba “por donde vive su Anita”. Pero dar el nombre de una persona también habría dado lugar a un equívoco, pues en aquel país adicto a la superstición no era infrecuente que cada quien tuviera al menos dos nombres: uno que figuraba en su documento de identidad y que conocía su familia, y otro por el que lo llamaban quienes lo conocían de oídas, para evitar que un extraño “robara” el primero con un hechizo. (Por cierto, allí supe de un hombre llamado “Virus” y de otro “Oxígeno”).
Había nombres de carreteras que no designaban nada, pues las obras que los ostentaban nunca habían sido realizadas: se las habían robado, de antemano, los políticos. Era como en Colombia, pero más, menos y peor. Uno temía que los referentes materiales de las palabras habían sido extirpados de la realidad; que alguien se había llevado el país entero para el otro lado del mar y de la vida. También parecía como si cada lugar hubiera sido traducido a un monto de dinero, y que la moneda fuera el único dato cierto y compartido.
Para que todo pueda robarse es necesario, primero, que lo que es inalienable pueda venderse y comprarse: el propio cuerpo, la libertad, el voto. Recuerdo ahora que el país del que hablo es uno de los mayores exportadores de prostitutas del mundo y que su gobierno fue durante años una dictadura. Y que uno de los rasgos que más me impactó fue la ludopatía de sus habitantes. Me inquieté al enterarme de que había sitios especializados en recibir apuestas por los resultados de las elecciones municipales, legislativas y presidenciales.
Hoy, domingo electoral (el día en que el miedo, la pobreza y la compra de votos ratificarán el robo de Colombia y se comprobará que no hay cosa pública ni espacio común), he recordado esa visita que hice al único lugar, aparte de Colombia, en donde he pensado: “Aquí no viviría”. La reminiscencia de mi viaje es también una glosa a la frase que una mujer de estrato cero le dijo el otro día a un amigo mío: “No voto, pues para ser pobre no necesito nada”, con la que definía la ausencia como el único sitio propio, público e inalienable donde vivir.
A mí este domingo me consuela saber que tengo, a falta del país donde nací, el Mundial de Fútbol. Tan pronto como amanezca, aturdida por el sueño, podré elegir en la televisión un país con el que estar, e imaginar que tengo en común con un montón de gente la mitad de la cancha.
