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Una gran anécdota

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Carolina Sanín
07 de noviembre de 2010 - 03:03 a. m.
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YA LO LEÍ YO TAMBIÉN. LO LEÍ SIN PArar, como he visto sin parar series televisivas y videos de Youtube.

Pero decir por eso que No hay silencio que no termine es una gran obra literaria, como han dicho otros, sólo serviría para halagar mi propia curiosidad ansiosa y mi necesidad de distracción. Para afirmar, con Héctor Abad, que “lo que en los demás (libros de secuestro) es anécdota, en éste es gran literatura” tendría que admitir que el calificativo de “gran literatura” puede aplicarse a una obra que contiene por lo menos cuarenta y ocho errores crasos de lengua, contando conjugaciones incorrectas, tildes ausentes, errores de léxico (entre otros, el uso de la palabra “suspición” en lugar de sospecha o suspicacia), gerundios horripilantes (“Clara era una mujer sola llegando a los cuarenta”), faltas de concordancia de género y número, comas que separan sujeto de predicado, y frases de inverosímil factura (“las emociones que sus gestos están supuestos manifestar”).

  Si dejara de lado los errores lingüísticos (que se podrían achacar a los traductores si en libro no se aclarara que la autora, que es hispanohablante, colaboró con ellos), tampoco podría predicar grandeza de una obra en la que abundan clichés como “el breve espacio de una eternidad”, “me sentía metida en una burbuja” y “la muerte no era un pasatiempo”; reflexiones pandas como “me he convertido en un ser complejo” y “el tiempo pasado en cautiverio es circular”; metáforas de manual como “laberinto de clorofila” y “tender puentes en lugar de construir muros”; afectaciones como “mosquitos de alas diáfanas”, el uso de “rocín” en vez de “caballo” y cierta puesta de sol que “acaecía con gran bombo”; chistes involuntarios como “la penumbra de la noche”; epifanías como “Me razoné (sic): ‘Eso forja la personalidad’”; y las peores líneas escritas el año pasado por un colombiano —o, para el caso, por un francés—: “Bajo la bóveda celeste que parecía haberse ornamentado con polvo de diamantes para acompañar las constelaciones de nuestros pensamientos…”.

 A pesar de que contiene descripciones y diálogos coloridos, el libro de Íngrid Betancourt no tiene mayor valor estético. Sin embargo, se trata de un libro recomendable. En primer lugar, porque mantiene un buen ritmo y su estructura es decorosa; es decir, que contiene una historia bien contada. En segundo lugar, porque reviste un interés documental (antropológico y psicológico) innegable. Y finalmente —y sobre todo—, porque suscita preguntas interesantes sobre la motivación de sus lectores: ¿Leemos No hay silencio que no termine con la misoginia solapada con que leemos las aventuras de Lisbeth Salander, es decir, el caso de una mujer que, a pesar de sufrir todo tipo de vejaciones, permanece vertical —y el adjetivo vertical implica el de asexual (en setecientas páginas y seis años de cautiverio no hay un solo polvo)? ¿O lo leemos como leemos la crónica de Bernal Díaz del Castillo, mal escrita pero rica en detalles sobre la supervivencia en un mundo desconocido? ¿Apela el libro, con su conjunción de cautiverio y concurso, a lo mismo que los reality shows? ¿O es atractivo —como una psicoterapia ajena— por el placer que se siente al ver el esfuerzo de su autora por forjar el personaje que quisiera ser? ¿Qué misterioso encanto encierran los mechoneos entre mujeres (en este caso el ajuste de cuentas de Íngrid con Clara Rojas)?

He leído también otros libros de secuestrados. Lo que en ellos es anécdota aquí es anécdota con autoayuda, conversión religiosa, remilgo, megalomanía,  chismes malévolos y muchas palabras. Y no me parece que la adición de estos ingredientes, por delectable que sea, redunde en una diferencia de género literario.

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