El pasado 22 de junio de 2025, en el Centro Administrativo La Alpujarra, en Medellín, el presidente Petro criticó el despliegue desigual de los médicos en Colombia, afirmando que la medicina solo es estudiada por los hijos de los ricos y que, una vez graduados, “se la pasan todo el día tomando tinto en la 93”. Considero que, ante el agravio, no podemos agachar la cabeza ni poner la otra mejilla.
Como gremio y como médicos no debemos aceptar en silencio las ligerezas con las que algunos buscan generar discordia y odio hacia nuestra labor. No podemos dejar pasar frases tan superficiales y despectivas como las recientemente pronunciadas por el presidente de la República, quien parece convencido de que el afán por el dinero es lo único que nos mueve.
Él no sabe —o no quiere saber— que, por ejemplo, en mi caso, hice mi año rural en el municipio de Corinto, Cauca, un pueblo asolado por la violencia y la inequidad desde siempre. Corría el año 1977. En esa época, el pequeño hospital Harold Eder no tenía anfiteatro. Me tocaba hacer autopsias en el patio de la cárcel. A veces eran cuatro o cinco cuerpos a la vez, tirados en el piso. Con el apoyo de una auxiliar de enfermería, debía examinar las trayectorias de las múltiples heridas por arma blanca o de fuego.
En otras ocasiones, el diagnóstico era más evidente, como cuando debíamos determinar que la causa de muerte había sido un choque hipovolémico, producto de un corte que había seccionado el 70 % del cuello de una persona. Eso también correspondía a mi ejercicio profesional. Y no solo eso: desarrollábamos actividades en salud pública, dábamos educación en salud, promovíamos la atención primaria, vacunábamos.
Más de una vez me tocó subir a la zona rural en la cordillera, escoltado por un pelotón del Ejército adelante y otro atrás, porque había pacientes que necesitaban al médico. Allí, en una escuela adaptada como centro de atención, prestábamos nuestros servicios con lo poco que había.
Estoy seguro de que mis palabras las entenderán mis compañeros de promoción y muchos colegas de otras universidades.
Por eso duele —e indigna— que desde la más alta instancia del poder se digan frases como que los médicos en Bogotá “se la pasan todo el día tomando tinto en la 93” o que “solo los hijos de los ricos estudian medicina”. Esa caricatura no solo es injusta: es irresponsable. Profundiza el resentimiento hacia quienes, en silencio, nos jugamos la vida por la salud de los demás.
El trasegar del médico colombiano no es fácil: es complejo, riesgoso, mal pago. Y, aun así, lo asumimos con entrega. No somos culpables del estado de la salud pública del país. Y no podemos callarlo.
Harold Belalcázar Gutiérrez, Médico cirujano, Univalle (1976).
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