Muy difícilmente se puede ser indiferente al fallecimiento del papa Francisco, un pontífice que supo llegar al corazón de su feligresía católica y de las diversas creencias religiosas del mundo. Desde el primer momento demostró que sería un jerarca diferente y, con su carisma, se convirtió, en el transcurso de su papado, en un imán para muchas personas no creyentes en nada ni en nadie. Hoy en día, la figura del Sumo Pontífice está fortalecida porque sentíamos que el papa estaba presente, y se espera que su sucesor pueda continuar con su estandarte de estar siempre del lado de los más vulnerables, en especial de los migrantes, quienes en su mayoría representan todas las formas de pobreza: material, física, emocional, moral.
Nos deja lecciones para todos. Su vida fue un ejemplo de coherencia entre su palabra y su ejercicio sacerdotal. Si los políticos pudieran imitar, en el mejor sentido de la expresión, su quehacer frente a las responsabilidades asumidas, quizás el mundo fuera un mejor escenario de paz social. Todo lo que escribió en sus encíclicas no era más que la proyección de su pensamiento y su acción, hasta donde humanamente pudo hacerlo. Tampoco era un mago ni tenía necesidad de serlo; era, ante todo, una persona que supo comprender las miserias del ser humano y quiso ayudar a la superación de las mismas con la experiencia de su propia vida y de su sufrimiento.
Leamos sus documentos, mensajes, plegarias y oraciones, y allí descubriremos que siempre tuvo presente a sus fieles de todas las condiciones. Es admirable cómo se enfrentó al sector más radical de la Iglesia para defender posiciones inimaginables en otros momentos de la sociedad: siempre hacía llamados en favor de los migrantes de todas las esferas geográficas del mundo, se refería a la comunidad LGTBI+ con infinita misericordia, sufría con las dictaduras y rezaba mucho por quienes tenían que vivir bajo ellas. En fin, se nos fue un líder fuera de serie. Hasta siempre, papa Francisco; brille para él la luz eterna.
Ana María Córdoba Barahona
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